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El nacionalismo expansionista y las paradojas de la globalización

La política exterior es, para Donald Trump y el grupo político-económico que lo respalda, un reflejo directo del nacionalismo económico que permea su visión del mundo. En este contexto, su reciente sugerencia de que Canadá y México deberían convertirse en “Estados” de la Unión Americana no solo revela un intento por reconstruir una geopolítica de hegemonía directa sobre América del Norte, sino también una expresión de las contradicciones más profundas del capitalismo globalizado actual. Esta propuesta, que en otros momentos históricos habría sido recibida como un exabrupto imperialista, hoy resurge revestida de una retórica populista nacionalista, que seduce a sectores empobrecidos del electorado estadounidense.


Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Como lo enunció Karl Marx en el siglo XIX, “el capital no tiene nacionalidad”, y bajo esta premisa, el capital financiero transnacional ha operado sin freno, estableciendo nodos de poder en función de la rentabilidad y no de la soberanía. Así, mientras el discurso trumpista se orienta hacia la defensa a ultranza de “lo americano”, sus políticas han beneficiado a conglomerados globales que explotan mano de obra barata y externalizan la producción en países del Sur Global. Esta es la gran paradoja de su ideología: un nacionalismo que favorece, en la práctica, la acumulación de capitales sin bandera.

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La sugerencia de incorporar a Canadá y México como “estados” revela, además, una nostalgia por la doctrina del “Destino Manifiesto” y una peligrosa intención de reconfigurar América del Norte bajo una lógica de sumisión. Frente a ello, tanto México como Canadá han reafirmado su compromiso con la soberanía nacional. Canadá, con una diplomacia que privilegia los derechos humanos y el multilateralismo, ha denunciado los intentos de intromisión en su política interna. México, por su parte, ha reivindicado la dignidad nacional como principio rector de su política exterior, apelando al artículo 89 de su Constitución, que prohíbe cualquier forma de intervención extranjera.

Pero más allá de la retórica, el peligro del discurso trumpista radica en su capacidad de aglutinar una ideología xenófoba y supremacista, en la que lo “americano” se identifica con lo blanco, anglosajón y cristiano. Esta visión excluyente se articula con políticas antimigratorias, la construcción de muros fronterizos y la criminalización de los pueblos del sur. Así, la expansión no es solo territorial, sino identitaria: se busca imponer un modelo cultural y civilizatorio que niega la diversidad, que además tiene poderosos anclajes en una industria cultural con cada vez mayores capacidades de apropiación de la disidencia, y de penetración a escala planetaria.

En contraste con este modelo, China se ha posicionado como un actor clave en la economía global a partir del desarrollo tecnológico y de infraestructura. Su inversión en inteligencia artificial, energías limpias y su fortalecimiento naval, apuntan a una geoestrategia que desafía la hegemonía estadounidense sin recurrir al viejo expansionismo territorial.

En este contexto, se vuelve urgente repensar la arquitectura de gobernanza global. La pandemia, la crisis climática y la amenaza de conflictos bélicos por recursos naturales han demostrado que ningún país puede resolver los grandes desafíos del siglo XXI de forma aislada. Se necesita una nueva institucionalidad global que supere el veto de las potencias, que respete la soberanía de los pueblos, que impulse la cooperación tecnológica y garantice la redistribución equitativa de los recursos.

El proyecto trumpista, al centrarse en la imposición, la exclusión y el repliegue identitario, va en sentido contrario a los requerimientos de una globalización justa y democrática. La alternativa no es el retorno a los nacionalismos agresivos, ni la sumisión al capital transnacional sin control, sino la construcción de un orden internacional basado en la solidaridad, la justicia económica y el respeto irrestricto a las diferencias.

Solo una globalización con rostro humano -con instituciones democráticas globales y mecanismos de justicia fiscal internacional- podrá resolver las tensiones que hoy nos amenazan. En ese camino, la defensa de la soberanía de países como México y Canadá constituyen actos de resistencia frente a un modelo de dominación que busca desconoces la dignidad y la autodeterminación de los pueblos. Frente a eso, y nada menos, es ante lo que estamos.

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Investigador del PUED-UNAM

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