Lo que hoy podría denominarse como “la crisis de los taxis” se ha enfocado de manera errónea, tanto por las agrupaciones de taxistas, como de parte del gobierno de la República.
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La cuestión de fondo no es si hay competencia desleal o no entre los distintos prestadores de servicio de transporte privado. Eso es una consecuencia del origen de todo: un caduco y disfuncional régimen de concesiones de transporte, que quizá tuvo sentido hace décadas, pero que hoy no tiene ninguna racionalidad.
El supuesto en el que descansa el arcaico modelo de concesiones de taxis, tanto a nivel federal como en estados y municipios, es el relativo a que, dado que el Estado no puede ofrecer este tipo de servicios, los otorga en concesión a los privados para que éstos presten servicios a los potenciales usuarios.
Sin embargo, el desordenado crecimiento urbano que hemos tenido en el país ha agudizado la insuficiencia de los servicios de transporte público; lo que ha llevado a una elevada demanda de servicios de transporte privado; pero éste a su vez, se ha convertido en un instrumento para la corrupción, la formación de clientelas políticas, y la generación de agrupaciones que responden a grupos de presión y empresarios con poderosos vínculos políticos, sobre todo en las grandes ciudades y zonas metropolitanas del país.
El régimen de concesiones ha servido para enriquecer políticos y funcionarios responsables de las áreas de transporte y vialidad en las entidades y municipios; y ha redundado en la generación de monopolios que provocan beneficios para todos, menos para los usuarios.
Joan Subirats, uno de los más reconocidos expertos en políticas públicas en el mundo hispanoamericano, explica que en el diseño de políticas públicas hay distintos tipos de ganadores y beneficios. Uno de esos modelos produce bienes y beneficios focalizados o concentrados y perfectamente identificables, con perdedores difusos, es decir, consecuencias negativas generalizadas donde la mayoría pierde.
La política de concesiones es precisamente de ese tipo: ha beneficiado a unos cuantos líderes y políticos, y ha perjudicado a la ciudadanía. Sin embargo, este tipo de políticas no son un destino inevitable y encuentran su límite en la realidad, la cual a su vez está determinada en varias de sus aristas por la tecnología.
Es el caso de UBER, DIDI y otras aplicaciones, debe subrayarse que constituyen auténticos modelos masivos de explotación bárbara: no contratan a nadie, no son responsables de la seguridad de nadie… Su modelo, que recluta a “asociados”, antes que estar orientado a generar empleos formales y dignos, ha encontrado un nicho de mercado ante una estructura monopólica que, por sus elevados precios en el caso de las concesiones federales, y el pésimo servicio en el caso de las concesiones estatales y municipales, logra competir en condiciones ventajosas, ante una planta de trabajadores del volante mal educados, mal capacitados y sin la voluntad de transformar su modelo de negocios y de servicios.
La autoridad está hoy ante una oportunidad muy relevante para resolver de fondo esta problemática, y debería avanzar en tres líneas centrales:
Los criterios que deben tomarse en cuenta, por supuesto, son:
a) Garantizar la seguridad de las y los usuarios.
b) Garantizar que el transporte privado sea un complemento que desincentive el uso del automóvil particular y contribuya a mejorar la movilidad urbana.
c) Reducir los elevados niveles de siniestralidad urbana que existen en todo el país y que año con año provocan lesionados y defunciones que pueden evitarse.
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