Por Juan Fernández L.
Wilson miró sorprendido -aunque en realidad no era sorpresa lo que sentía- cuando Gabriel le comentó con satisfacción que se había reunido con los de la secretaría pública y le habían aprobado financiar la iniciativa.
Su respuesta textual fue: “Pero si yo fui tres veces a presentársela… ¿y sabes por qué no me la aprobaron? ¡porque soy negro!”.
Estábamos conversando en una pausa-café de un taller con agentes de desarrollo en Centroamérica (*los nombres reales han sido cambiados).
De regreso en Chile, para un estudio publicado recientemente, estábamos levantando información en terreno con mujeres migrantes de seis nacionalidades para conocer sus motivaciones para migrar y su experiencia en el país.
Destacaban con fuerza los relatos de colombianas y dominicanas, especialmente maltratadas, insultadas en la calle y en el transporte, discriminadas a la hora de buscar trabajo e incluso con experiencias de hijos recibiendo golpizas por el color de su piel, por su nacionalidad, por ser “diferentes”. Liset nos decía: “no entiendo por qué nos tratan así”.
¿Tiene sentido que ocurra esto?
Desde la genética, la idea de razo no lo tiene. A inicios del 2000, tras la secuenciación del genoma humano, se difundió por los medios la afirmación de J. Craig Venter, director de Celera Genomics Corporation: “todos evolucionamos en los últimos 100 mil años a partir del mismo grupo reducido de tribus que emigraron desde África y colonizaron el mundo”.
Desde las ciencias sociales, el racismo se ha estudiado como fenómeno colonialista de dominio, como doctrina política y cultural legitimadora de una jerarquización según la cual lo europeo-blanco sería superior.
En una serie de informes sobre pobreza y desigualdad en América Latina, los datos indican que las zonas más rezagadas y pobres presentan una mayor proporción de población afrodescendiente e indígena.
¿Por qué son más pobres? ¿Por qué reciben salarios más bajos y menos servicios? Probablemente un factor esencial sea la discriminación, porque otros creen que eso debe ser así… a partir de una jerarquía que estigmatiza los cuerpos y legitima la explotación y segregación bajo una lógica de nosotros/ellos.
Eso ocurre, entre otras, por tres razones: por desconocimiento (lo que se ignora, se rechaza), por miedo (lo desconocido se teme, se ve como amenaza: “ellos nos quitarán el trabajo”, “ellas nos quitarán los maridos”), o por dominio con base en un pensamiento colonial (y los privilegios que de allí emergen no quieren arriesgarse).
De alguna manera, existe en algunos una intención de homogeneizar el entorno social, de vivir y atrincherarse entre los que “somos de aquí” o “somos así”, rechazando y violentando a los demás, en búsqueda de seguridades y certezas mal entendidas.
Están también los que desde posiciones de poder avivan los discursos de odio, sin tomar el peso de sus palabras, o promueven medidas migratorias que discriminan a unos y favorecen a otros.
Pero resulta que las sociedades modernas caminan desde su origen en una espiral de diferenciación cada vez más compleja y diversa. Este siglo, sin duda, no debería ser de la homogeneidad, sino el de la diversidad, de experiencias, de intereses, de proyectos, de vida.
Esperemos que sea también el del respeto, el de la pérdida de los miedos y el del reconocimiento a la dignidad humana de todas y cada una de las personas.
La diversidad cultural es un derecho humano y es patrimonio de la humanidad; la diversidad siempre enriquece la experiencia y la realidad que vivimos, aumenta el potencial de los territorios que habitamos; la convivencia en la diversidad nos llena de aprendizajes, aunque es un camino con tensiones y roces que puede no ser fácil, pero que es necesario y que, al final del día, nos lleva a una vida más justa y más humana.
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