En nuestro mundo, casi todas las historias de felicidad terminan en un aparador, sentencia el sociólogo Bauman; es una idea que encierra mucho de lo que podría pensarse como el gran cúmulo de fetichismos de nuestros días, y cuyo despliegue y materialización en nuestro mundo está teniendo consecuencias devastadoras.
Las imágenes de Groenlandia que se vieron recientemente, mostrando un severo e inédito proceso de deshielo atribuido al cambio climático, equivalente a una pérdida de 10 gigatoneladas de hielo derretido por día.
Sabemos desde hace muchos años, que esta tendencia al deshielo de los polos de la tierra va a provocar el crecimiento del nivel promedio del mar, con consecuencias funestas que ya estamos presenciando cotidianamente, pero que se agudizarán de aquí al 2030 y que, en las estimaciones más conservadoras, dejarán, no solo sin hogar, sino sin territorio dónde vivir al menos a 10 millones de personas que habitan en islas alrededor del mundo.
Se habla comúnmente de que como “humanidad” somos todos responsables de esta catástrofe, y de las que se avecinan todavía. Pero esa idea es sólo parcialmente cierta; y para mostrar su parcialidad basta con considerar que hay alrededor de 3 mil millones de personas que no perciben más de 2.5 dólares por día. De hecho, hay prácticamente mil millones de personas en situación de hambre en el planeta.
Excluidos
¿De qué manera podría, en esa lógica, responsabilizarse a esa parte de la población del desastre climático que estamos viviendo? Es decir, ¿puede afirmarse con toda legitimidad que los miles de millones de excluidos del consumo planetario, son corresponsables de la devastación del planeta?
Lo serían, sin duda, en la medida en que se incorporasen al mismo; pero en eso consiste una de las grandes mentiras que nos han sido contadas por quienes, porque nunca lo podrán hacer, no al menos en este sistema capitalista y en esta fase depredadora y concentradora de la riqueza en unas cuantas manos.
De acuerdo con varias estimaciones, el 1% de la población mundial concentra el 50% de la riqueza generada. Este dato, frente al de los mil millones de personas hambrientas, constituye nada menos que una locura; es el contrasentido de lo que podría considerarse como “humanidad”, en el sentido de ser un todo solidario y responsable del bienestar de nuestros semejantes.
Nos han dicho otras mentiras: que la más importante meta que se debe seguir en la vida es acumular riqueza; que la realización de la existencia depende exclusivamente del acceso a bienes y servicios; que la educación debe servirnos, en todos los casos, para ser más “productivos”; y que tener más poder que los demás es sustantivo para “escalar” en la vida.
Nos han mentido
Y es que esto opera y se reproduce a escala planetaria. Por ello debe machacarse la idea de Heidegger relativa a que el problema de las hambrunas no radica únicamente en que muchas personas mueren por hambre, sino que los sobrevivientes lo hagan solo para continuar comiendo.
A eso ha sido reducida nuestra compleja existencia; sí, la que es capaz de crear una 9ª Sinfonía, un Guernica, una Venus; la que es capaz de lograr viajar a la luna; la que es capaz de quitarse el abrigo para cobijar a una niña o niño en medio del frío; la que es capaz de compartir el alimento para saciar el hambre del semejante.
Nos han mentido y hemos creído que el mundo es nuestro, que podemos enseñorearnos sobre él, considerándolo como una presa desde la lógica de la furia, como lo habrían dicho Adorno y Horkheimer. Nos han mentido diciéndonos que la meta es parecernos a Europa o la realización del “american dream”.
Y no es que sean narrativas falsas, en el sentido de torcer algo que es verdadero. En realidad lo son, porque son narrativas sobre lo inexistente; un aparente sueño al que subyace la tétrica pesadilla del vacío existencial y la radical carencia material a la que están sometidas miles de millones de personas.
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