La llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos de América constituye una amenaza, no al capitalismo como sistema de producción; en todo caso, su triunfo puede ser leído, sobre todo ante los anuncios de los nombramientos que hará una vez que asuma el cargo, como una anomalía histórica de la que hoy vastos grupos de interés buscan beneficiarse y colocarse detrás de este oscuro personaje para beneficiarse y orientar sus decisiones para su beneficio
En este contexto, quizá lo más difícil de explicar en toda su complejidad son las razones de por qué el discurso racista, xenófobo, misógino y clasista de Trump tuvo un eco tal, que le permitió alcanzar la configuración de votos necesaria para lograr la representación suficiente y obtener el triunfo en el Colegio Electoral.
En el ámbito económico, la idea de Trump y los grupos de poder que hoy lo respaldan parece clara: la inversión productiva debe mantenerse en su país; la racionalidad parece también clara: los Estados Unidos de América han entrado en una acelerada fase de “desindustrialización” que puede poner en riesgo su predominio económico en el futuro.
¿Cuál es el argumento de fondo?: el modelo de globalización vigente busca producir en los territorios con mayores “ventajas competitivas”, es decir, donde hay mano de obra relativamente calificada, pero a la cual se le pueden pagar salarios entre 8 y 20 veces menores a lo que se paga en los países ricos.
En esa lógica, la exigencia norteamericana de generar tratados de libre comercio por todos lados se centró en la eliminación de aranceles a productos provenientes del exterior (que en una gran cantidad no eran productos terminados); es decir, enviaron su capital a producir en “economías intermedias”, a las que se forzó a liberalizar sus economías, y a venderle a los E.U. productos elaborados a bajo costo, financiados con su propio capital.
Las consecuencias, desde la perspectiva de los grupos aliados de Trump es simple: “se llevaron los empleos de los americanos a otra parte”, y de ahí el tono amenazante que sigue utilizando; el último contra la empresa Rexnord, a la que advirtió el día viernes que, de mudarse a Nuevo León, en México, “pagaría las consecuencias; ya no más”, sentenció.
La racionalidad que está detrás de tal postura pareciera simple: “si producimos la mayoría de lo que el país necesita aquí mismo, ¿para qué queremos el modelo de libre comercio como se encuentra ahora?”
Lo anterior no explica, sin embargo, el sustento popular de Trump; porque una cosa es llamar a una nueva forma de crecer, haciendo énfasis en los efectos de la liberalización a ultranza, y otra muy distinta es generar chivos expiatorios con base en el ya mencionado discurso de odio que ha desplegado y promovido desde su campaña.
En ese sentido, en México no podemos caer en el error de asumir que Trump es la nueva “gran fuente” de todos nuestros problemas. Y por ello debemos asumir que con o sin él en la Presidencia de los Estados Unidos de América, estamos obligados al menos a dos cosas:
En primer lugar, a reestablecer el Estado de Derecho, porque no hay desarrollo ni crecimiento posibles cuando, de acuerdo con el INEGI, prácticamente una de cada tres empresas o establecimiento comercial en el país ha sido víctima de la delincuencia; cuando se cometen casi 30 millones de delitos anualmente; y cuando sólo 9 de cada 100 de esos delitos se denuncian ante la autoridad.
En segundo término, construir un gran esfuerzo, conducido desde la universidad pública, no sólo para explicar y explicarnos en dónde estamos, sino sobre todo, cuáles son las alternativas viables para construir un nuevo curso de desarrollo, capaz de generar bienestar, y ante todo, construir capacidades ciudadanas para rechazar la violencia, la discriminación y, en general, el discurso de odio que hoy nos amenaza en distintos frentes y latitudes.
Twitter: @mariolfuentes1
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