La reacción global no se ha hecho esperar; la aparición de la nueva variante del SARS-COV-2, denominada con la letra griega Ómicron, ha encendido nuevamente las señales de alarma, tanto de organismos internacionales, como de autoridades de salud regionales y nacionales.
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La cuestión no es menor; de acuerdo con los últimos datos, ya hay pacientes infectados con esta nueva variante del virus del SARS-COV-2, y algunos expertos señalan que podría rápidamente desplazar a la variante delta, para convertirse en la cepa dominante en el mundo.
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Aún no hay datos concluyentes sobre su grado de peligrosidad, en el sentido de si es o no más letal, si genera nuevos síntomas o daños orgánicos, o si es más contagiosa que las variantes previas, pero eso no obsta para implementar todas las medidas de precaución necesarias, antes de que, si fuese el caso, estuviéramos ante una situación de gravedad mayor.
La razón por la que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó a esta variante como de “preocupación” es que tiene un enorme número de mutaciones, y que la evidencia preliminar sugiere un incremento en los riesgos de reinfección con esta variante. También hay poca evidencia aún respecto de cuál será el impacto en la eficacia de las vacunas, y si esto implicará el eventual reto de diseñar nuevos biológicos para prevenirla y aminorar su impacto en la mortalidad y la letalidad del virus.
Lo que argumenta la OMS es que hay medidas de salud pública comprobadas y eficaces, y solicita a los gobiernos mantenerlas o implementarlas; las más relevantes: a) usar máscaras bien ajustadas; b) lavarse las manos con frecuencia; c) respetar el distanciamiento físico; d) mejorar la ventilación de los espacios interiores; e) evitar espacios abarrotados y; f) vacunar lo más rápido posible a las poblaciones.
Frente a esto, sorprende que el gobierno de la República esté haciendo caso omiso, una vez más, a estas recomendaciones y que sea desde el Palacio Nacional desde donde se esté llamando a una concentración masiva el próximo 1º de diciembre, y que el mensaje oficial sea simplemente que se continuará haciendo lo mismo que ha conducido al país a tener más de 2 millones de fallecimientos en los dos últimos años.
En medio del inicio de lo que ya se menciona que será la “cuarta ola” de la pandemia; con un sistema de salud incapaz de llevar medicamentos a todo el territorio nacional; con un alto porcentaje de personas que todavía no tienen el esquema completo de vacunación ante la COVID19; y con un incremento en los niveles de prevalencia de los factores de riesgo por comorbilidad, el gobierno podría estar generando el escenario para una nueva tormenta perfecta en los meses de diciembre y enero.
Es cierto que la economía nacional no resistiría un nuevo escenario de confinamiento total; pero por ello mismo, deben mejorarse las medidas de prevención y debe reconocerse que el modelo del INSABI no funciona y tampoco va a funcionar en el mediano plazo. Lo que debería llevar a una revisión autocrítica de si lo conveniente es continuar por la misma ruta.
El mayor problema es que el gobierno está atrapado, por sus propias decisiones, en un escenario en el que ya no tiene tiempo; que la administración ha entrado en la ruta de cierre; y que, de ahora en adelante todo lo que se haga o deje de hacer, determinará indefectiblemente el destino del proyecto que se planteó, hace tres años, transformar estructuralmente al país.
Mientras tanto, la política social llega ahora a una menor proporción de personas en pobreza; y menos todavía a las personas más pobres. Las desigualdades crecen; la violencia no cede; la economía se complejiza aún más y la inflación pareciera que llegó para quedarse durante varios y largos meses.
Nunca es buen momento para que haya defunciones evitables; pero ahora, sería quizá el peor de todos para que se incremente la mortandad, la tristeza y, como diría Norbert Elías, profundizar la soledad de los moribundos.
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