La cuestión relativa a por qué las personas obedecen es un tema que ha sido estudiado desde muchas perspectivas. La mayoría de ellas apuntan a dos temas centrales: el poder de los discursos identitarios en la conciencia colectiva; y el poder de los liderazgos carismáticos, que generalmente “seducen” a masas de población que enfrentan problemas graves. Los escenarios más peligrosos se han gestado cuando se han combinado ambos elementos, es decir, liderazgos carismáticos que articulan discursos identitarios.
Escrito por: Saúl Arellano
El Diccionario de la Lengua Española define a la palabra “perplejidad” como: “Irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo”. Y es justamente ese término uno de los que de mejor manera parecen describir lo que está ocurriendo en México en los últimos años respecto de la política y los liderazgos políticos que existen, comenzando por supuesto, por el del titular del Ejecutivo Federal.
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Dada tal confusión, las masas, generalmente empobrecidas y presas de la ignorancia, recurren a los liderazgos carismáticos; los cuales ofrecen soluciones expeditas y definitivas a los males que aquejan a la sociedad: si hay violencia, pobreza, corrupción, incumplimiento de derechos humanos, la gente no debe preocuparse más, porque el líder tiene la solución para todo, lo cual es comunicado de la manera más simple y llana posible, pues eso lo enviste de verosimilitud ante la desesperación de las multitudes.
Ante ese tipo de discursos deben generarse todas las alertas pues, detrás de su aparente sencillez, se esconde una compleja trama de elementos simbólicos, culturales y también religiosos, que se amalgaman en unas cuantas frases que están dotadas de pleno sentido y son comprensibles y asimiladas por la mayoría de la población.
Por eso los liderazgos carismáticos recurren siempre a la dicotomía moral; que puede ser vista de forma crítica como una inaceptable forma de maniqueísmo, pero que es altamente eficaz en sus intenciones y objetivos comunicacionales. De ahí el poderío de los recursos hacia la identidad: nosotros somos el pueblo; somos sabios y somos buenos.
En experiencias históricas terribles, se ha llegado al exceso de hablar de los otros deshumanizándoles. Lo cual se ubica en el límite de la violencia pues, si “los que no son como nosotros” no son siquiera humanos, entonces de ellos se puede decir todo y puede plantearse incluso su aniquilación. Así, en el siglo XX -para no ir más atrás en la historia- se construyó el discurso de “los traidores” para asesinar a miles en el totalitarismo ruso; se llegó a hablar de “cerdos y ratas”, para legitimar el holocausto de la comunidad judía.
Recientemente Putin, en Rusia, argumentó que Ucrania estaba gobernada por una “pandilla de homosexuales”; discursos similares se utilizan en Nicaragua y en El Salvador para imponer el terror; y en general, siempre el discurso de la identidad tiene una alta efectividad para concitar a lo peor de las sociedades y para orientarlo a la supresión o el silenciamiento de los diferentes.
Por ello es sumamente delicado que el presidente de la República haya afirmado en días recientes que “el Poder Judicial de la Federación no tiene remedio”, porque “está podrido”. Pero cabe señalar que lo putrefacto es lo propio de los animales carroñeros y habitáculo de gusanos e insectos que se alimentan de lo que está descompuesto.
Y frente a ello, una vez más el líder propone la solución fácil: que a los ministros y Magistrados los elija el pueblo; porque por definición, en su discurso, es bueno y sabio y nunca se equivoca; aunque sea el mismo pueblo que votó por Salinas, por Fox, por Calderón o por Peña. Es el mismo pueblo del que emergen los sicarios y asesinos del crimen organizado, al que hay que abrazar antes que combatir; el mismo pueblo del que surgen feminicidas e infanticidas que son capaces de tirar el cuerpo de mujeres descuartizadas en lotes baldíos o a recién nacidos envueltos en costales a un basurero.
Es el pueblo bueno, en amplios sectores homofóbico, machista, racista, xenofóbico; que lincha y hace justicia por su propia mano; que roba combustible y oculta y protege criminales, sirviéndole de base social; el que aclama a músicos que cantan loas a los delincuentes; y el que reproduce generación tras generación prácticas infames como la violencia intrafamiliar, sobre todo la que se ejerce en contra de niñas y niños.
Ese es el contexto en el que un discurso maniqueo y que apela al pensamiento mágico puede arraigar fácilmente; porque enfrente, hay una oposición intelectual y moralmente miserable, que no ha sido capaz de hacerse a un lado y entregar las estructuras partidistas a personas que tengan la capacidad y liderazgo intelectual y ético para refundarlas y construir una agenda de país alternativa y viable para la garantía universal de los derechos humanos.
Una población llena de dudas y miedos encuentra confort y seguridad en un líder que no expresa dudas; que afirma tener el control y conocimiento de todo; y que recurrentemente se envuelve en el manto de la pureza moral, lo que le permite descalificar y denostar a cualquier persona que no acepta la verdad que todos los días muestra en su discurso, aunque la realidad se empeñe insistentemente en desmentirlo, y cada vez de manera más recurrente y profunda.
Pero creer que esto se trata de él es reproducir el error: se trata de una sociedad perpleja, incapaz de pensar críticamente e incapaz de abrir los ojos a lo evidente: el país está a la deriva; y las oscuras sombras del autoritarismo se extienden cada vez más sobre todos.
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Investigador del PUED-UNAM
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