Una persona es pobre porque carece de lo necesario para vivir en condiciones dignas. Y por supuesto, eso implica una importante carencia de recursos y satisfactores materiales: ingreso, vivienda, educación, salud, alimentación y el conjunto de servicios públicos básicos que hoy deberían y podrían estar disponibles para toda la población
A pesar de lo anterior, la pobreza tiene raíces y un origen mucho más complejo que la sola “dimensión carencial”; en realidad, su génesis se encuentra en el mundo de lo simbólico, de los imaginarios y de las percepciones en torno a lo que es o debe ser lo humano.
Si no se entiende desde esta perspectiva, la pobreza nunca será derrotable, y por ello, en el Día Internacional dedicado a pensar en cómo erradicarla, es preciso exigir una mayor profundidad en la comprensión de lo que nos ha colocado en el absurdo vital que implica la existencia de más de 800 millones de personas hambrientas en el mundo, de las cuales, al menos por lo que sabemos, en el 2016 en México había alrededor de 11 millones.
Lo primero que debemos comprender en este tema es que nuestro estilo de desarrollo es depredador de nuestro mundo. Nuestra modernidad nació con afán y voluntad de dominio; y esa razón, lineal y no pocas veces cínica, ha trazado una ruta auténticamente fáustica que tiene al equilibrio climático al borde de un autentico desastre de proporciones no vistas hace literalmente millones de años.
En segundo lugar, es preciso reconocer que nuestra idea predominante del desarrollo implica una idea de consumo movido por individuos que, como lo sostenía Smith, en la búsqueda de su bienestar individual, generan dinámicas económicas a escala que llevan al bienestar general. Esta idea tiene, sin embargo, un supuesto moral sobre el cual poco se abunda en los manuales de economía: el sentimiento envidioso entendido como virtud y motor de la “iniciativa individual”.
En tercer lugar, hay que reconocer que la pobreza que hoy conocemos tiene como correlato una historia de constante y cada vez más cruel despojo. No es cierto que el mercado distribuya de manera justa las tareas y los beneficios sociales; en efecto, sería cínico y mentiroso argumentar que las ganancias que obtienen los socios mayoritarios de las empresas más grandes del mundo obtienen ganancias proporcionales a su dedicación e inventiva.
En cuarto sitio está, en esta serie de ideas sueltas, el oprobioso fenómeno de la desigualdad, el cual tiene como fundamento el mencionado despojo planetario. ¿Qué más podría explicar que el 1% de la población más rica del mundo posea más del 50% de la riqueza disponible? ¿Cómo podría entenderse de otro modo, que en un país como el nuestro las 10 familias más acaudaladas posean más del 15% del Producto Interno Bruto?
Sí, también se encuentra la falta de voluntad de muchos; la fragilidad de su salud mental y su caída en adicciones; también se encuentra el injustificable mundo del hampa y la delincuencia; sí, pero estos fenómenos que en las visiones funcionalistas del mundo son considerados como “anómicos”, en realidad son constitutivos del propio modelo de desarrollo.
Necesitamos un quiebre de la desigualdad, que nos lleve a un quiebre de la pobreza; pero eso exige la intervención de un Estado del que hoy carecemos: de uno que esté sustentado en legitimidad ética y política, y que esté auténticamente decidido, en cumplimiento de su mandato constitucional, a garantizar los derechos humanos de forma universal e integral, a pesar de los ricos y poderosos.
La pobreza por supuesto es derrotable; los 54 millones de personas en esa condición son injustificables, en México y prácticamente en cualquier parte. Entender que la pobreza es, además de la carencia material, sentir angustia al carecer de lo no necesario, podría comenzar a darnos una salida en dignidad y con auténtica libertad hacia una mejor forma de ser humanos; de romper con las lógicas perversas del poder y de la acumulación grosera. De eso se trata.
@mariolfuentes1 | Investigador del PUED-UNAM
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