El discurso y la narrativa que está construyendo Andrés Manuel López Obrador como presidente de la República es inédita. Frente a sus predecesores, hay dos diferencias radicales. La primera se encuentra en el método empleado para comunicar: en lugar de dar entrevistas exclusivas a medios de comunicación, ha optado por sus conferencias matutinas y por el uso intensivo de canales de comunicación directa, como son las redes sociales, particularmente Facebook y Twitter
Este estilo de comunicar ha transformado lo que podría considerarse como la “dinámica tradicional mediática”, en la que se buscaba la “exclusiva”, y antes bien, de frente a los periodistas y reporteros, el Presidente abre agendas, improvisa y posiciona lo que a él y a su equipo les interesa que sea el centro de la discusión pública.
La segunda diferencia se encuentra en el fondo de sus mensajes. Casi todos están construidos bajo una estructura de una extraordinaria simpleza, la cual apela de manera recurrente al uso de oposiciones binarias o dicotómicas.
Para el presidente Andrés Manuel López Obrador, el mundo y la realidad se dividen en dos “bandos”: los liberales versus los conservadores; la prensa fifífrente al periodismo autónomo; los honestos frente a la mafia del poder; el pueblo bueno y sabio versus los perversos intereses de los poderosos; y él mismo frente a lo que denomina “nuestros adversarios”.
Todo esto muestra que el Presidente de la República se concibe a sí mismo como un político en constante lucha y oposición a quienes no comparten su visión del mundo; y es que en su narrativa, la suya es la visión correcta de la realidad y de la política. Por eso, todo lo que no se encuentra en su égida discursiva es considerado como contrario a los intereses de la nación.
Por eso también es explicable su postura respecto de la sociedad civil: es un presidente que por su “mandato moral” no cree en las mediaciones, asume que todas están viciadas en su origen y propósito y que la organización social es siempre producto de la cooptación y la financiación oscura de sus adversarios.
Así, es importante señalar que el presidente Andrés Manuel López Obrador es un político que ejerce un liderazgo carismático, en el sentido en que lo conceptualizaría Max Weber (1864-1920); pero además, es un político que actúa y articula su discurso con base en una racionalidad con arreglo a valores.
Así entendido, para el titular del Ejecutivo, sus posturas no sólo son correctas, sino que por esa misma razón constituyen al mismo tiempo ideas que se deben traducir en conductas exigibles para los demás; se trata de un mandato asumido en lo personal, que busca proyectarse como guía y norma de la actuación social en su conjunto.
Dice Max Weber: “Una acción racional con arreglo a valores es siempre una acción según ‘mandatos’ o de acuerdo con ‘exigencias’ que el actor cree dirigidos a él (y frente a los cuales el actor se cree obligado). Hablaremos de una racionalidad con arreglo a valores tan sólo en la medida en que la acción humana se oriente por esas exigencias”.
En eso radica la novedad de la estructura lingüística y narrativa del Presidente: en que a diferencia de sus antecesores, quienes pueden ser categorizados como políticos cuya acción era con arreglos afines, Andrés Manuel López Obrador asume un mandato histórico y moral desde el cual pretende transformar no sólo la vida institucional, sino ética y moral de nuestra sociedad.
Desde esta perspectiva, el Presidente tiene un reto mayor: evitar que su narrativa se convierta en un discurso identitario y excluyente y, en un sentido inverso, aprovechar la enorme popularidad que hoy tiene para promover y liderar un amplio proceso de reforma institucional dirigido a reducir el déficit de estatalidad que hoy caracteriza al Estado mexicano.
Se trata, hay que decirlo, de aprovechar su enorme liderazgo popular, para transformar a México en el Estado de bienestar que está implícito en el contenido de nuestra Carta Magna.
Investigador del PUED-UNAM
Twitter: @MarioLFuentes1
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