La destrucción generada por los terremotos de los días 7 y 19 de septiembre pusieron de manifiesto, una vez más, los enormes rezagos sociales que persisten en el sur-sureste del país, pero sobre todo, lo que José Woldenberg señalaría alguna vez, como nuestra más grande “falla geológica”: la desigualdad. Desde esta perspectiva, a partir de ahora la solidaridad de los millones de personas que se volcaron para aliviar las necesidades de quienes resultaron afectados, debe convertirse en el único rasero aceptable de actuación para todas las autoridades
Hay tres medidas que deben tomarse si realmente se quiere aprovechar la tragedia para recomenzar; y es que estos sismos deberían llevarnos, no a reconstruir lo que se destruyó, sino a un reinicio en la forma en cómo concebimos al país.
La primera de ellas, es retomar la noción del desarrollo regional. Tenemos que comprender que de otro modo, lo que va a ocurrir es que se van a levantar nuevamente casas, para que en el próximo temblor haya otros cientos, quizá miles de edificaciones derruidas.
En efecto, del 2011 al 2017 se han canalizado más de 2 mil millones de pesos, a través del Fonden, para atención de casos de sismos en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, a pesar de ello, en cada terremoto de alta magnitud ocurre lo mismo. Por esto, el reinicio en el sur-sureste del país debe dirigirse a garantizar vivienda digna para todos: porque no puede pensarse que sólo deben mejorarse las viviendas afectadas. ¿Y los demás qué? ¿A esperar que llegue el próximo sismo para que sus viviendas se vengan abajo y sólo así tener la oportunidad de mejorar sus entornos?
Si entre los años 2000 y 2017 han ocurrido más de 2,500 sismos de magnitud 4.5 o mayor, ¿se van a reconstruir viviendas sin diseñar nuevos mecanismos de aseguramiento? ¿Por qué se pudo hacer obligatorio el seguro para autos y no el de viviendas, para proteger el patrimonio de las familias?
Frente a lo anterior, lo primero que debe reactivarse es la inversión productiva del Estado en dos vías: 1) asumir que el proceso de reconstrucción debe traducirse en ciudades habitables, asumiendo como mínimo la agenda Hábitat de Naciones Unidas; y 2) crear un fondo de reconstrucción del calibre del que se planteó en Europa cuando terminó la II Guerra Mundial, para: ampliar y mejorar la infraestructura en salud, educación, así como el conjunto de servicios públicos a que el Estado está obligado, para garantizar los derechos humanos, tal y como está determinado en el Artículo 1º de la Constitución, bajo los principios de universalidad, integralidad y progresividad.
La segunda acción que debe llevarse a cabo es la ratificación de los Acuerdos de San Andrés; si más del 80% de los daños por sismos de alta intensidad ocurren en territorios mayormente poblados por personas indígenas, entonces es urgente detonar las capacidades para el desarrollo en sus territorios. De acuerdo con el Coneval, más de 7 de cada 10 personas indígenas son pobres, y ésa es una brecha que no podemos permitir que siga reproduciéndose.
La tercera acción urgente es avanzar en la generación de renovadas redes de abasto y mercados locales: apostar por la integración de cadenas de valor, potenciar las vocaciones productivas locales —privilegiando aquellas que permiten proteger el patrimonio cultural y ambiental de los pueblos originarios—, pero también en las ciudades pequeñas y medias, a fin de garantizar el desarrollo local sostenible, y originar nuevas capacidades para el desarrollo.
Es muy probable que el impacto de estos sismos, sumado a los efectos de la inflación en 2017, van a generar importantes retrocesos en los indicadores de pobreza, por lo que no puede asumirse que es simplemente “levantando casas” como vamos a resolver nuestros problemas estructurales.
Si las crisis son oportunidades para recomenzar —y ésta es una muy profunda— no debemos dejarla pasar, en el ánimo de comenzar a ser el país que merecemos tener.
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