Participación y democracia

Nuestra democracia enfrenta una severa crisis de partidos políticos; después del 1º de julio de este año, los que eran antaño los institutos políticos mayoritarios se han desdibujado, no sólo en lo que respecta a su nivel de representación en el Congreso y en la mayoría de los espacios de elección popular, sino ante todo, en su capacidad de generar confianza y representación de las aspiraciones y demandas de la ciudadanía. Frente a ese escenario, las consultas impulsadas por el Presidente electo abren una serie de preguntas que permiten imaginar el futuro posible y deseable en torno a lo que nuestra democracia debe ser


La primera de ellas es cuál es la mejor ruta para pasar de una democracia procedimental, eficaz como la que hemos construido, a otra forma más intensa y profunda, que se sustente en la participación, pero ante todo, en la organización ciudadana y su involucramiento en los asuntos públicos.

Sin duda las consultas son una forma de promover la movilización de la ciudadanía, y más allá del debate que se ha dado sobre su legalidad, consistencia y solidez técnica, lo relevante aquí es cómo generar procesos institucionalizados que den cauce a la opinión y anhelos de la población.

La segunda pregunta que surge es una que proviene del pensamiento político clásico. Alexis de Tocqueville había planteado ya hace más de dos centurias cómo evitar la “tiranía de las mayorías”, y cómo evitar que los intereses legítimos y los derechos de las minorías estén a salvaguarda a pesar de corrientes y posiciones mayoritarias.

En nuestro contexto este asunto es de la mayor relevancia, porque implica no sólo un diseño democrático desde la jefatura del Estado, sino también una nueva forma de entendimiento y diálogo público, en el que las mayorías comprendan que a pesar de ser más en número, están obligadas a considerar a quienes no comparten su visión, intereses o posiciones.

Estamos ante el reto de construir una ciudadanía capaz de generar partidos políticos potentes, representantes de causas y de agendas que, en el marco del cumplimiento constitucional de garantizar universalmente los derechos humanos, permitan expresar la pluralidad de visiones y la diversidad de formas de vivir y pensar.

Desde esta perspectiva, las consultas impulsadas por el próximo jefe del Estado mexicano, y que han sido tan cuestionadas, deben permitir transitar hacia nuevos mecanismos para procesar y alentar la participación ciudadana en un sólido marco de legalidad.

El impulso democratizador que el Presidente electo sostiene que habrá de continuar a lo largo de su mandato, debe conducirse hacia la generación de auténticas capacidades para el disenso, y para garantizar el respaldo que todo mandatario requiere cuando se trata de afectar intereses de grupo.

La apuesta por una nueva democracia participativa debe orientarse entonces hacia el fortalecimiento del disenso, porque sólo desde la diferencia y su entendimiento es como pueden surgir los procesos de diálogo fructífero que a su vez, puede llevar a la convergencia de propuestas y al impulso de un proyecto de nación compartido por todos.

La democracia no se construye de una vez y para siempre, su pervivencia implica un ejercicio permanente de diálogo, de conciliación, pero, sobre todo, de escucha atenta y comprometida de la voz de los otros. Dialogar no sólo es expresar con franqueza y veracidad lo que se piensa, sino también, fundamentalmente, escuchar de manera genuina lo que los demás tienen qué decir.

El mandato constitucional contenido en el artículo 3º establece que el estado debe impartir una educación de calidad, que promueva a la democracia como: “Un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Hacia allá estamos obligados a avanzar: hacia una nueva etapa de nuestra democracia; que nos permita que se los cuenten de manera eficaz; que los partidos políticos sean genuinos representantes de la pluralidad política y que nos lleve a convertirnos en el país de justicia y dignidad que nos merecemos ser.

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