El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, CONEVAL, dio a conocer este 5 de agosto la medición de pobreza para 2020 y su comparación con 2018. Antes de comentar algunos de los principales resultados, es pertinente celebrar que estos hayan aparecido según lo previsto, que esa institución autónoma sostenga sus capacidades y siga cumpliendo con la tarea que tiene asignada. No es algo menor, sin duda. La información está aquí https://bit.ly/3CjZFj2
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Hay muchas líneas de análisis, que se irán desplegando al paso del tiempo. Tanto la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares, del INEGI, como la entrega de CONEVAL, tienen un contenido tan rico que todas las áreas del conocimiento social encuentran ahí suficiente información para renovar sus diagnósticos y planteamientos, y, ojalá, también sus recomendaciones.
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De entrada, lo que más atrapa la atención es el comportamiento de la pobreza, en sus magnitudes agregadas, y en sus desgloses por carencias y por estados, entre muchos otros. El aumento de la pobreza multidimensional en 3.76 millones de personas de 2018 a 2020 (de 41.9 a 43.9 % de la población) puede ser visto como el menos peor de los probables males, y nos está dejando una sociedad con casi 56 millones de pobres.
Durante mucho tiempo se discutirá si ese saldo pudo aminorarse con acciones más afinadas de las políticas sociales y económicas, si pudo ser peor dada la magnitud de la crisis, o si se compara de tal o cual modo con 2009 y 1995, aquellos años que también fueron marcaron por sacudidas económicas. Por ahora, o en las primeras horas después de su presentación, la medición de CONEVAL no ha sido cuestionada en su fortaleza metodológica ni en su veracidad, y este tampoco es un detalle trivial.
AL tiempo que se advierte que el aumento de la pobreza es significativo y al mismo tiempo menor al que se anticipaba, los detalles muestran que en algunos aspectos el retroceso social es muy grave. El más destacado, en mi opinión es el de la carencia por acceso a los servicios de salud: en 2018 la tenían 20.1 millones de habitantes, y en 2020 la padecían 35.7 millones. Otras fuentes, entre ellas el Censo de Población y la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, ya habían adelantado la tendencia, con números cercanos, así que el hecho ya está más que documentado.
Aunque se refieran números, hablar de pobreza es ante todo hablar de derechos, o de incumplimiento de derechos si se quiere. Tras las magnitudes están las personas. El inverso de cada carencia cuantificada es un derecho no garantizado. En tres aspectos se frenó el alza de las carencias: en acceso a la seguridad social, en calidad y espacios de la vivienda, y en los servicios de esta. Los niveles de rezago siguen siendo muy elevados, pero al menos se logró impedir un agravamiento. Bien.
La inobservancia de los derechos no sigue dejando un panorama desolador, como lo muestra la crudeza de los siguientes agregados: tenemos 24.4 millones de personas con rezagos educativos según los nuevos criterios utilizados; sin acceso a los servicios de salud están 35.7 millones de habitantes; casi 66 millones continúan sin seguridad social; 22.7 millones de personas no disponen de los servicios adecuados en sus viviendas, y 28.6 millones carecen de una alimentación nutritiva y de calidad. En ingresos, 66.9 quedan por debajo de la línea de pobreza, y 21.8 no alcanzan a llegar a la línea de pobreza extrema monetaria.
Las variaciones entre estados son intensas, y en unos meses, cuando conozcamos la información por municipio, constataremos lo mismo, pero la realidad nacional vista de conjunto es ominosa, y exige una reflexión colectiva de gran calado sobre la estrategia nacional para acelerar la reducción de la pobreza y las desigualdades. Hacia allá sería deseable que se dirigiera nuestro diálogo público. En este caso fue la crisis tan profunda de 2020 la que de nuevo nos frenó, junto con decisiones atropelladas como las de los servicios de salud, pero antes fue la crisis de 2009 y más atrás la de 1995 y previamente la década perdida de los años ochenta.
Que los años por venir contradigan la historia de las últimas cuatro décadas, y que en la medición de pobreza de 2022 las tendencias cambien y lo hagan con fuerza. Nos enfrentamos a una pobreza y una desigualdad muy resilientes, que mantienen sus núcleos duros, incluso ante medidas que aparentan eficacia pero que retroalimentan las dinámicas de desigualdad. Las nuevas mediciones han constatado que algunos de los programas sociales están resultando regresivos, que favorecen más a los grupos de ingresos altos, por ejemplo. Esta es una de tantas dimensiones que ameritará revisión y cambio.
Para recordar: México sigue con el compromiso de reducir en 2030 al menos a la mitad la proporción de personas “que viven en pobreza en todas sus dimensiones con arreglo a las definiciones nacionales”. Faltan solo nueve años, y ya era difícil lograrlo en 2015. Nuestra definición es la de pobreza multidimensional recién renovada, y, por cierto, fue nuestro país el que promovió y logró insertar esta meta en la Agenda de Desarrollo Sostenible. Nos lo debemos por razones internas y propias, por el cumplimiento de los derechos que tenemos consagrados, por la necesidad de generar un entorno humano para la convivencia y la democracia, para nuestra pacificación y vida segura y digna.
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