Una parte central de la agenda de cambios del presidente López Obrador ha sido la reforma electoral. Bajo el argumento de la austeridad (para acabar con abusos y privilegios) y de fraudes en las elecciones (argumentos que no ha probado en ninguno de los dos casos), el presidente y la mayoría oficialista en el Congreso, iniciaron desde abril del 2022[2] el proceso legislativo para reformar, de forma radical, un marco jurídico e institucional que, en los pasados 30 años nos han garantizado elecciones libres y competidas, y la renovación pacífica del poder político.
Escrito por: Roberto Castellanos[1]*
La primera apuesta, el Plan A, era reformar la Constitución para que, entre otras cosas, las y los consejeros electorales del Instituto Nacional Electoral fueran electos por voto popular, se redujeran los recursos a los partidos políticos y se achicara el número de integrantes del Congreso. Sometida a votación en la Cámara de Diputados el 6 de diciembre del 2022, la iniciativa constitucional del presidente no logró la mayoría necesaria para ser aprobada.
Pero en fast track, ignorando la necesaria deliberación parlamentaria, en la misma fecha en que fracasó el “Plan A”, se presentó el llamado “Plan B” que, apostando a una mayoría legislativa oficialista suficiente para ser aprobada, buscó impulsar reformas legales electorales profundas en materia de comunicación, organización de elecciones, estructura institucional del INE y reducción de sanciones a partidos políticos, entre otras medidas.
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Sin embargo, la primera parte del llamado Plan B fue invalidada el pasado 8 de mayo por nueve de los once ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El argumento central de la Corte, articulado en el proyecto del ministro Alberto Pérez Dayán, es que en su aprobación hubo claras violaciones al proceso legislativo. Es previsible que la segunda parte del Plan B tenga el mismo destino, es decir, que sea invalidada por la Corte, dado que también fue aprobada violando procedimientos legislativos esenciales.
Esto nos deja con el “Plan C”. La primera vez que el presidente lo mencionó fue en marzo de este año, cuando advirtió la posibiilidad de que la Corte invalidara las reformas legales del Plan B. En su conferencia mañanera, violentando la prohibición constitucional de promover el voto a favor, o en contra, de cualquier opción política, y faltando a la necesaria equidistancia que debe mantener un jefe de Estado, López Obrador explicó que el Plan C consiste en “que no se vote por el bloque conservador para que siga la transformación. Ni un voto a los conservadores, sí a la transformación. Ese es el plan C, ese ya lo aplicamos en el 18, fue el pueblo el que dijo ‘basta’, y se inició la transformación”.
El 9 de mayo, el presidente insistió en que su Plan C consiste en que el pueblo de México vote por “carro completo” en las elecciones del 2024, es decir, que vote no solo por la candidatura presidencial de Morena y su coalición, sino también por sus diputados y senadores, e hizo la aritmética del objetivo: “para reformar la Constitución se necesitan 334 diputados; hay que ir por los 334 en la próxima elección para poder llevar a cabo reformas constitucionales”; ése, dijo, es el “Plan C”, ganar la mayoría en el Congreso para reformar la Constitución sin obstáculos opositores.[3]
Con el Plan C, en lo que sería el último mes de su mandato, en septiembre del 2025, el presidente pretende impulsar reformas constitucionales que van más allá de lo electoral, sin tener que negociar o buscar algún tipo de consenso o compromiso con la oposición, con las minorías, como ocurre, por cierto, en toda democracia constitucional.
¿Qué reformas se quieren impulsar? Esencialmente las que no se han podido aprobar o que sí han pasado por el Legislativo pero que la Corte, en cumplimiento de su función de balance constitucional, ha declarado inválidas. Se trata, esencialmente, de concretar la adscripción de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (luego de que la Corte declaró inconstitucional su traslado a las Fuerzas Armadas); lograr el Plan A, con una autoridad electoral nacional autónoma solo en el papel; y reformar el poder judicial, haciendo pasar la elección de ministros por el voto popular. Y no se pueden descartar otras reformas que puedan agregarse en los próximos meses.
Es absurdo pensar que, si la votación popular le da a Morena y aliados la mayoría necesaria en el 2024 para impular estas reformas constitucionales, todas vayan a ser aprobadas en el último mes del mandato del presidente López Obrador. No es imposible (los legisladores recién electos querrán darle ese regalo de despedida al presidente), pero es improbable (seguiremos contando con la Corte actual, con medios independientes y con una ciudadanía que, esperemos, siga defendiendo a sus instituciones).
Más allá de sus fines más explícitos, el Plan C tiene un significado y un conjunto de implicaciones políticas y narrativas que son fundamentales. De forma exploratoria, enuncio solo algunas:
En suma, el Plan C es un llamado a las urnas, pero no necesariamente democrático que simboliza mucho más que solo una petición de votos. Al final, es una forma en que el presidente seguirá haciéndose presente en las elecciones del 2024.
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[1]* Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
[2] Aunque desde junio del 2019 se organizaron en la Cámara de Diputados foros para discutir el tema, bajo la iniciativa de Morena y del diputado Sergio Gutiérrez Luna.
[3] Hoy, el bloque oficialista (Morena, PT y PVEM) tienen en la cámara de diputados 55% de los escaños, y en el Senado cuentan con el 59% de las curules, lo que les impide reformar la Constitución por sí solos.
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