por Saúl Arellano
El Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) dio a conocer recientemente la actualización de los valores de la canasta alimentaria (línea de la pobreza extrema), y de la línea del bienestar (que es la suma de la canasta alimentaria más la no alimentaria).
Los datos que presenta el CONEVAL son definitivamente dramáticos, y son sin duda alguna reflejo de dos perniciosos y extendidos fenómenos en todo el territorio nacional: la extrema desigualdad en que vivimos, y la profunda y arraigada pobreza y sus ciclos intergeneracionales de reproducción de la determinan.
De acuerdo con el organismo citado, en los ámbitos rurales, la línea de la pobreza extrema, es decir, el umbral de ingresos por debajo del cual se considera que una persona se encuentra en esa condición, es de 36.6 pesos diarios. Se trata de una suma que debe llevarnos a cuestionar no sólo la política social que ha estado vigente en las últimas décadas, sino todo el modelo de desarrollo.
En efecto, frente a esta realidad, lo que debe comprenderse es que no habrá política social que alcance para lograr que las personas puedan salir de la pobreza, y que al mismo tiempo puedan vincularse a procesos virtuosos de generación de bienestar para sí, pero también para las siguientes generaciones.
En esto se cifra una buena parte de nuestra responsabilidad generacional: en lograr una vez más que las y los hijos puedan tener acceso a similares o mejores condiciones de vida que sus padres y que sus abuelos; porque lo que ocurre hoy es a la inversa: las hijas e hijos no están logrando los niveles de ingreso y patrimonio a los que sus padres tuvieron acceso.
Resulta pues, inaceptable, continuar con un curso de desarrollo que nos ha llevado a un estancamiento secular de la economía, caracterizado por tasas mediocres de crecimiento, que se ubican en alrededor de 2% de crecimiento anual, lo cual, frente al crecimiento natural de la población, nos deja prácticamente un saldo de suma cero.
Para dimensionar lo que está ocurriendo en el país, es importante decir también que para los ámbitos urbanos, la línea de la pobreza urbana se ubica en alrededor de 1,554 pesos al mes, es decir, 51.8 pesos diarios para personas que habitan en localidades de 2,500 o más habitantes.
Se trata, como se observa, de cifras que atentan en contra de la dignidad humana y que van en contra de lo que se denomina como el “derecho al mínimo vital”, es decir, el conjunto de bienes y servicios que permiten que las personas vivan en condiciones dignas y que puedan, con base en la satisfacción de sus derechos elementales, desarrollar proyectos autónomos de vida.
México no puede seguir por la ruta perversa del anticrecimiento y el antidesarrollo; podría pensarse incluso que hay una conspiración en contra del desarrollo en nuestro país, pues además de las terribles condiciones sociales en que nos encontramos, debe considerarse el inmenso daño que hemos provocado al medio ambiente.
Sin el cuidado y recuperación de la biodiversidad; sin la reducción de la desigualdad y el carácter voraz y concentrador del modelo de crecimiento asumido desde la década de los 80; sin la erradicación de todas las formas de pobreza en el año 2030, como está comprometido en los ODS; y sin transitar aceleradamente a una sociedad de igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, México continuará perpetua y perversamente determinado por las trampas de la pobreza y de la desigualdad.
Avanzar hacia una sociedad democrática y de derechos humanos exige pues una nueva fiscalidad y una nueva lógica hacendaria: recaudar más, cobrar más a quienes más tienen, y distribuir con criterios de equidad para crecer igualando a la población. Todo ello es condición necesaria para romper con los círculos viciosos de pobreza-desigualdad-marginación que hoy mantienen a millones viviendo la atrocidad del hambre de la cual difícilmente podrán salir mientras estén vivos.