por Ramón Carlos Torres
Los cambios cuantitativos y cualitativos en el aprovisionamiento de energía han tenido efectos profundos en la organización social, la economía, la cultura y el medio ambiente. El bienestar y el progreso universal se asocian con el abundante acceso a los energéticos e incluso al derroche y su desperdicio. El suministro seguro y creciente de energía se tornó en reclamo ineludible para la modernidad, el crecimiento y el desarrollo
Transición energética universal
Captar la energía de la naturaleza y utilizarla para el beneficio de la sociedad constituye una determinante histórica en la evolución y el progreso de la humanidad. Esta captación se aceleró a partir de la Revolución Industrial hasta nuestros días de manera drástica e incesante; el consumo de energía promedio por habitante es ahora seis veces el prevaleciente al inicio de dicha revolución, esto fue posible porque a las fuentes de energía renovable utilizadas desde tiempos ancestrales se les sumaron masivamente el carbón mineral y los hidrocarburos en los siglos XIX y XX, respectivamente, y en las postrimerías de este último la fusión nuclear y fuentes renovables no convencionales.
En la actualidad es abrumadora la participación de las fuentes fósiles en la oferta de energía (81%), muy superior al aporte de las originadas por la fusión nuclear (6%) y las renovables (13%). Los pronósticos internacionales coinciden en señalar que estas últimas, en particular las renovables no convencionales, seguirán aumentando su participación relativa, como lo han hecho en las últimas décadas, aunque también coinciden en que el aumento será insuficiente para desplazar a los hidrocarburos y el carbón como la principal fuente de energía del planeta durante el siglo presente.
Sin embargo, desde hace décadas cobran vigor creciente los signos de inestabilidad, incertidumbre y las crisis recurrentes en los mercados de energía, que se relacionan con la seguridad y la desigualdad del suministro “al interior de los países y entre éstos” y con los efectos de la contaminación antropogénica del medio ambiente asociada a la actividad energética.
La seguridad del suministro se afianzó como aspiración nacional, regional y mundial. Adquirió legitimidad y da lugar a permanentes y renovados arreglos institucionales, mecanismos de regulación de los mercados de energía y modalidades de cooperación, según las circunstancias específicas de cada país, a fin de hacer armónica y estable la aspiración de seguridad energética, no necesariamente viable de alcanzar para todos. Expresión de ello son las tensiones para hacer frente a la seguridad ante la finitud de las reservas de combustibles fósiles, los esquemas de concentración geográfica de éstas y la dificultad de acelerar aún más el tránsito comercial hacia las fuentes renovables de energía.
Respecto a la desigualdad del suministro energético, el objetivo de reducirla se enfrenta a restricciones de los esquemas convencionales que caracterizan a los mercados de producción y consumo de energía. En África y Asia radican dos tercios de la población mundial y utilizan el 36% de los energéticos; el otro 64% se distribuye en América, Europa y Oceanía, con sólo un tercio de la población mundial. La distancia del consumo de energía por habitante es de uno a ochenta entre la población de las sociedades más avanzadas y las de mayor retraso. A lo anterior se agregan, solo como ejemplo, las diferencias en la calidad de los energéticos al comparar la del fluido eléctrico con la leña.
La contaminación ambiental, la alteración del clima y la elevación de la temperatura del planeta, atribuibles al uso expansivo de los combustibles fósiles, afectan a todas las economías y sociedades del orbe. El restablecimiento del equilibrio ecológico entre una concentración de carbón en la atmósfera compatible con un incremento controlado y admisible de la temperatura del planeta se ha constituido en una aspiración generalizada, propiciatoria de metas y consensos para reducir la emisión de gases efecto invernadero resultantes de la producción y el uso de los combustibles fósiles. Emergen, sin embargo, diferencias profundas en la forma de definir y concretar las acciones conducentes de mitigación, especialmente en lo que hace al reparto de compromisos y obligaciones entre países y gobiernos y, sobre todo, al pretender que estos compromisos sean vinculantes. Ahí reside uno de los mayores desafíos que enfrentan las agendas nacionales e internacionales de combate y adaptación al cambio climático.
La transición hacia sistemas energéticos que brinden seguridad del suministro, niveles mínimos de equidad distributiva de la energía y contención de la contaminación ambiental y el deterioro climático se ha instalado como el gran objetivo de alcance universal. Cómo alcanzarlo, con qué acciones y cómo conciliar o resolver posicionamientos e intereses eventualmente encontrados son interrogantes abiertas no resueltas. Se ha puesto, sin embargo, en evidencia la precariedad de los mecanismos de mercado para hacer viable y firme la transición energética que involucra abordar las interrogantes referidas. Los precios de los energéticos y su oferta y demanda no reflejan plenamente los impactos económicos, sociales y ambientales de la transformación y uso indiscriminado e ineficiente de la energía ni ofrecen soluciones políticas viables para la transición energética.
México, al igual que casi todos los países del orbe, se encuentra inmerso en las disyuntivas de la transición energética, con su propia historia y circunstancias específicas; resalta, sin embargo, el hecho de que la economía nacional, no sólo el sector de la energía, se encuentra “anclada” a la actividad petrolera, por eso nuestras opciones y decisiones tienen como referente fundamental esa fuente energética, y no se exagera al afirmar que resulta determinante para el desarrollo del país y para la actual y futura convivencia económica y social. La disponibilidad y potencialidad del capital natural renovable y no renovable es vasta y aún se registra un superávit energético importante, a pesar de la secular tendencia de disminución en las últimas décadas. No obstante, se estima indispensable ponderar y evaluar el sistema energético nacional, con particular referencia a las evidencias de rezago, inflexibilidad estructural e incertidumbre que ha mostrado para continuar funcionando como en el pasado. Ésa debería ser parte central de la discusión en boga sobre la reforma energética.
Rigidez estructural del sistema energético nacional
En efecto, un rasgo distintivo estructural del sistema energético nacional es su modalidad de inserción externa, cercana a lo que se suele denominar modelo primario de exportación: venta al exterior de volúmenes significativos de crudo e importación creciente de productos de mayor valor agregado como refinados y petroquímicos, además del gas natural y el lp. Cifras del balance nacional de energía muestran que en 2010 el 36% de la oferta de energía primaria de origen nacional se exportó y que las importaciones ascendieron al 40% de la demanda final interna.
Otro rasgo estructural es la rigidez de la capacidad productiva nacional para atender rezagos acumulados y necesidades crecientes de la demanda interna, en calidad, volumen y precio. En los hechos, la prioridad nacional de la política económica, y en particular de la energética, se afianzó gradualmente en los últimos lustros al objetivo de aprovechar y aminorar los efectos adversos de la escasez de crudo en los mercados internacionales y obtener con ello ventajas por el ingreso de divisas y recursos abundantes al erario público, relativamente fácil y rápido, con claro descuido y abandono del mercado interno, y casi siempre con la supuesta justificación de apegarse a criterios microeconómicos de eficiencia económica y maximización inmediata de la renta petrolera.
La ineficiencia energética, con todas sus consecuencias económicas y sociales, es también una característica estructural del sistema energético nacional. Sólo alrededor del 60% de la energía primaria que se ofrece en México (deducida la exportación e incluida la importación) es utilizada por los consumidores finales (transporte, actividades industriales y agropecuarias, residencial, servicios públicos y comerciales); mientras que el promedio mundial de esta proporción es de 68% y un valor similar registran los países de la OCDE (estimaciones con base en las cifras de balance de energía publicadas por la SENER y la AIE).
El análisis detallado permite identificar que parte importante de estas ineficiencias deriva en buena medida de la carencia acumulada de inversiones en el Sistema Nacional de Refinación y las instalaciones petroquímicas, de procesamiento de gas y generación de electricidad.
Un signo estructural definitorio es la dependencia energética de fuentes no renovables (94 %), particularmente los hidrocarburos, en menor medida el carbón y una magnitud aún inferior de la nuclear. En contraste, es escasa la participación de las fuentes renovables (leña 2.6 %; geotermia 1.5%; hidráulica 1.3%; bagazo de caña 0.9%; y solar, con menos de 0.1%). Se destaca el deterioro crónico de las reservas de hidrocarburos (con excepción del registro en 2010 de las probadas); la mayor complejidad y costo de extracción de las mismas; y la magnitud significativa de recursos prospectivos en aguas profundas y en formaciones geológicas de explotación no convencional (en particular de gas de lutitas). El aprovechamiento de estos últimos involucra sin embargo plazos de recuperación, riesgos de éxito, impactos ambientales, desarrollos tecnológicos, volumen de inversiones, consideraciones sobre los mercados externo y nacional y administración y operación de recursos, que comprometen la política energética del país y la estrategia nacional de desarrollo.
Otro rasgo estructural macroeconómico del sistema energético nacional es el estrangulamiento crónico que supedita la disposición de recursos financieros de, así como sus decisiones operativas y estratégicas, a los requerimientos de “caja” de la hacienda pública, con visión de corto plazo y con el imperativo de compensar una de la más exiguas recaudaciones de impuestos ordinarios en el mundo.
La transición energética
El desacoplamiento entre los criterios económicos y técnicos y las aspiraciones de índole social y ambiental ocasiona tensiones y frustración que reclaman análisis y formulación de propuestas para conciliar objetivos de mercado asociados a dichos criterios, con legítimas aspiraciones y derechos sociales de responsabilidad del Estado frente a la sociedad y el cambio climático.
El sistema energético nacional muestra evidencias de agotamiento para operar en el futuro sobre las mismas bases que su compartimiento secular característico de las últimas décadas. En adición, ha perdido flexibilidad para responder a los requerimientos de un mayor dinamismo de la economía, para atender crecientes reclamos sociales y para reaccionar a las nuevas circunstancias externas en materia de energía y evolución de la tecnología. Un elemento central es que la dirección incierta de los mercados de energía al interior del país y en el exterior, no necesariamente converge con opciones y necesidades nacionales, ni necesariamente tiene rumbos definidos.
La dinámica y la oportunidad de los negocios privados en materia de energía tienen su propia lógica, no necesariamente la del Estado, por ello cobra sentido considerar en la eventual reforma energética los objetivos nacionales y muy en especial la capacidad del Estado para administrar el patrimonio nacional y ejercer el dominio sobre la actividad petrolera y la generación de electricidad.•