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Populismo al acecho

Populismos al acecho

La primera ocasión en que me acerqué al significado del concepto “populismo” fue en 1977, cuando cursaba la carrera de sociología en la Universidad de Vincennes, en Francia. Mis maestros, todos de izquierda, descalificaban con argumentos marxistas las motivaciones y consecuencias del populismo político, pues se le consideraba alienante y desmovilizador de la lucha de clases. Entraba dentro del cajón de sastre de los recursos de la burguesía frente a la imparable revolución socialista.

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En esa década tan convulsa, producto de la revolución ideológica mundial de 1968, las alternativas políticas y económicas populistas se exploraban como una especie de tercera vía ante el desprestigiado liberalismo y el socialismo autoritario. El peronismo en Argentina y el cardenismo en México eran corrientes políticas muy potentes en la época. Recuerdo los inflamados mensajes de los presidentes mexicanos Echeverría y López Portillo, consumados populistas, que justificaban sus políticas ruinosas en función del supremo interés del “pueblo”, siempre amenazado por los oscuros y reaccionarios “emisarios del pasado”.

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Entendí que el populismo no es una ideología coherente y estructurada. Bueno, ni siquiera puede ser considerada propiamente una “ideología”. Más bien es un discurso emotivo que convoca a la defensa del “pueblo” contra temibles enemigos, definidos en función del interés de un líder carismático. Nunca se precisa qué se entiende por “pueblo”, y la vaguedad es a propósito. Esto permite que los mensajes reales puedan ser, esos sí, de izquierda o de derecha. Hitler, por ejemplo, fue un notable populista. Lo mismo Stalin.

Luego de la caída de la alternativa socialista a fines del siglo pasado, y con ello un aparente triunfo del (neo)liberalismo, pareció que el “fin de las ideologías” haría inviable un retorno de los populismos, que se tornarían insustanciales. El “pueblo-masa” desaparecía y su lugar sería ocupado por los ciudadanos organizados, diría la ortodoxia liberal. No ha sido así; es el liberalismo el que está nuevamente en capilla, fuertemente cuestionado por su incapacidad de garantizar bienestar y alternativas novedosas en un mundo amenazado por la crisis medio ambiental, las tensiones sociales, las migraciones, los neonacionalismos y el choque de civilizaciones.

Los populismos de izquierda y derecha han retomado una fuerza inusitada en este escenario límite. Importantes capas sociales voltean a ver a los radicales de uno y otro signo en busca de propuestas, y las están escuchando.

El –todavía– presidente Trump, notable populista de derecha, está conduciendo a la democracia más antigua del mundo hacia la confrontación y la violencia. Ha lanzado por la borda los usos y valores democráticos que le abrieron la puerta del poder, en aras del renacimiento de la “América profunda” que se expresa en el nunca olvidado supremacismo blanco, la segregación, el rechazo a la inmigración de piel oscura, el abuso ambiental y el aislacionismo.

Los populismos están de regreso, recargados. Lanzan nuevamente discursos de odio y confrontación, de exclusión de los diferentes, con mesianismos anacrónicos y con la aspiración de regresar el reloj de la modernidad a un pasado autoritario. Todo por el bien del “pueblo bueno”.

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(*) Antropólogo social. Profesor titular de la Universidad de Guanajuato, y de posgrado en la Universidad DeLaSalle Bajío. Investigador nacional. Exconsejero electoral local del INE y del IEEG. luis@rionda.net – @riondal

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