por José Iñigo Aguilar Medina
Los pequeños y los grandes movimientos migratorios de la humanidad han sido motivados por muy distintas causas, que se pueden sintetizar en el anhelo por alcanzar las mejores condiciones de vida posibles
La migración es un fenómeno social que ha acompañado a la población humana desde sus orígenes, por lo que podría pensarse que la causa que lleva al hombre a cambiar su lugar de residencia es intrínseca a su condición biológica. No obstante, la migración se presenta como efecto no sólo de su capacidad física para poder hacerlo, sino que también la ejercita como consecuencia de una serie de situaciones sociales y culturales que se articulan en torno a la búsqueda de los mejores recursos para asegurar la sobrevivencia, tanto de cada individuo, como de los grupos a los que pertenecen.
Recordemos que hace milenios, en el largo período de la prehistoria, los seres humanos, dada su muy baja capacidad productiva, convivían en pequeños grupos que por lo general no rebasaban el centenar de individuos, y que su economía tenía como base la sola apropiación de los productos naturales que les proporcionaba su nicho ecológico.
Para ello seguían una ruta cíclica, que debían ir diseñando sobre la marcha y con gran flexibilidad, siempre con base en los conocimientos recopilados por la experiencia y guardados en la memoria colectiva, de tal manera que les permitiera proveerse de los medios indispensables para su sobrevivencia, por lo que su forma de trabajo, por definición trashumante, no les permitía vivir de forma permanente en un mismo lugar.
Muy temprano en la historia los núcleos mejor provistos por la naturaleza consideraron como una nueva y urgente necesidad el asegurarse el control exclusivo de los productos que ofrecía una determinada comarca. Así es que buscaron los medios para evitar que otros conjuntos sociales, clasificados como distintos, tuvieran restringido su ingreso de manera permanente, y con ello quedaran al margen del disfrute de los recursos que ofrecía el área, lo cual se reguló tanto por medio de las alianzas, que significaron la cooperación y la ayuda mutua entre grupos de distinta tradición cultural, como por la violencia, que se convirtió en exclusión de los que, por una u otra circunstancia, no se les consideró dignos de participar como iguales en la apropiación de los bienes ofrecidos por una región así determinada.
Las primeras revoluciones tecnológicas les capacitaron para incrementar de manera sorprendente la cantidad de insumos con los que poder asegurar su subsistencia. La revolución agrícola y la del pastoreo hicieron posible que contaran de forma más segura con una mayor disposición de alimentos, lo que se tradujo en un incremento del monto de la población y así se dio lugar a la existencia de pequeños poblados, que se caracterizaron por su permanencia estacional; es decir, por su localización semifija en determinados puntos del territorio, pues permanecían en ellos sólo durante el tiempo que era el propicio para su nueva actividad económica.
Dichos poblados se fueron convirtiendo, poco a poco, en permanentes. Y de seguir una vida seminómada o estacional, los pueblos dedicados a la agricultura se convirtieron en sedentarios, lo que no siempre ocurrió con los empleados en el pastoreo de rebaños, que continuaron con su nomadismo, impulsados de forma constante por la búsqueda de los mejores parajes para alimentar a su ganado.
Otro de los factores que a lo largo de la historia y de manera constante se ha hecho presente como detonante de la migración ha sido el que tiene su origen en los conflictos y que adquiere su expresión máxima en las confrontaciones bélicas. La revolución pastoril no sólo proveyó de alimento a los grupos dedicados al cuidado de los diferentes hatos de ganado, sino que con la invención de la silla y el freno les permitió utilizarlos como instrumentos altamente eficaces en la guerra; así pudieron hacer uso de caballos, camellos y elefantes en la tarea del saqueo y sujeción de otros pueblos, en especial de aquellos dedicados a la agricultura, y así aumentaron sus recursos al apropiarse de los productos ajenos, de tal modo que a la larga pudieron establecer todo un sistema de tributos y de fronteras que les aseguró mediante el expolio un flujo permanente de los bienes generados por el trabajo de otros pueblos. Asimismo, desde entonces la población afectada buscó en la migración una salida para evitar las consecuencias de la guerra.
Con base en todo lo anterior se puede afirmar que el fenómeno migratorio tiene poco que ver con la biología del ser humano, pues su influencia no va más allá de permitirle habitar cualquier ámbito de la geografía del planeta, sin importar sus condiciones topográficas o climáticas; echando mano de su cultura y de su organismo pobremente especializado a un medio ambiente reducido se ha podido adaptar tanto al polo, a la tundra o al desierto, como a los valles, a las extensas planicies o a las altas montañas.
Por tanto, se puede afirmar que las causas de su constante movilidad se relacionan más con las condiciones del entorno, que incluye por un lado a la naturaleza y por el otro al patrón de relaciones que establece en toda convivencia, ya sea con los individuos de su grupo o con aquellos que forman parte de otro total social. En ambos casos dichos patrones de conducta se regulan por medio de la cultura y de las relaciones económicas que establecen.
Son las condiciones del ambiente ecológico que van edificando las distintas sociedades las que determinan que exista o no una tendencia, positiva o negativa, para que los individuos y sus grupos busquen trasladarse a otro territorio, al que en no pocas ocasiones miran como una oportunidad para revitalizar sus vidas, pues tratan de seguir algún modelo que, de manera previa a su migración, ya han vislumbrado.
A diferencia de lo que sucedía en la prehistoria, una época en la que los distintos grupos humanos podían con relativa facilidad instalarse en cualquier región del mundo, en la era moderna ocurre todo lo contrario; el planeta se encuentra fragmentado en territorios exclusivos y excluyentes, hoy reconocidos como naciones, los que se caracterizan por contar con perímetros bien delimitados, a los que llamamos fronteras, las que son utilizadas para regular el movimiento de la población y para preservar el territorio que contienen para el disfrute exclusivo de quienes han nacido dentro de sus límites. Para poder trasponer las fronteras es necesario solicitar un permiso de entrada a los que detentan la administración del territorio; la respuesta por lo general es benévola para quienes sólo quieren ingresar de manera temporal como turistas y muy estricta para los que pretenden su traslado de forma permanente.
El que no se autorice el paso en todos los casos no es un impedimento infranqueable, pues siempre existe la posibilidad de hacerlo sin los permisos requeridos, como emigrantes indocumentados, aunque con ello se aseguran una perene posición de subordinación, respecto a los derechos y las obligaciones sociales que debieran poseer en el ajeno territorio.
En resumen, los pequeños y los grandes movimientos migratorios de la humanidad han sido motivados por muy distintas causas, las que se pueden sintetizar en el anhelo por alcanzar las mejores condiciones de vida posibles.
Entonces se tiene que la mayoría de las personas se ponen en movimiento para dejar a un lado a las poblaciones en las que el ambiente natural y social es de carencia y pretenden instalarse en aquellos que les ofrecen una relativa abundancia. Sin embargo, la migración es un intento que los pone casi siempre en una nueva situación de riesgo, pues todo individuo necesita de su entorno ecológico para asegurar la satisfacción de sus necesidades, y al migrar no sólo cambian su ubicación en el territorio, sino básicamente abandonan el nicho en donde han tejido sus relaciones sociales, culturales y económicas con las que, hasta entonces, se han desenvuelto y han asegurado su subsistencia material y social. No obstante que les sea posible llegar al lugar de la abundancia, no tendrán acceso a ella si no lo hacen por medio de su inclusión en el ambiente social, que es siempre la puerta que permite el disfrute de las ventajas que ofrece cualquier territorio.
En la actualidad los individuos que han migrado en el mundo, tanto dentro de una misma nación como de un país a otro, suman millones.
Las corrientes migratorias se dan desde y hacia los cuatro puntos cardinales, así los adultos que migran como primera generación se trasladan recorriendo alguna de las siguientes rutas: las dos primeras se originan en los países del norte, que es la zona de las naciones ricas del planeta y que producen poco menos de un tercio de los movimientos totales.
El primer recorrido, el más numeroso de los dos, va del norte a otra región del mismo extremo del planeta; el segundo se dirige del norte al sur, pero en una proporción más pequeña; la tercera y cuartas vías son, y por mucho, las más numerosas, pues involucran a más de dos tercios del total de migrantes. Mientras que los menos migran de una a otra zona del sur, los más van de la franja pobre del sur a la rica del norte.
Como se ha observado, parece ser que todo apunta hacia el hecho de que la eterna aspiración del migrante es llegar a ser ciudadano de un mundo en donde todos cuenten con las mejores oportunidades, para ejercer los mismos derechos y para contar con las mismas circunstancias con el fin de alcanzar su pleno desarrollo humano.•
José Iñigo Aguilar Medina Profesor en la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH y en la Escuela Nacional de Trabajo Social, UNAM. Es Etnólogo de la ENAH, Maestro en Ciencias Antropológicas por la UNAM, donde concluyó el doctorado en Sociología. Participó en la instalación del Museo Regional de Oaxaca, y ha estudiado la migración indígena y la problemática urbana. Entre otros, es autor de los libros: “El hombre y la urbe. La ciudad de Oaxaca” y “Aspectos sociales de la migración en México”. |
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