En el debate actual de la igualdad de oportunidades es conocida la expresión “igualitarismo de la suerte”. La idea es que la justicia debe compensar desventajas que existen por factores ajenos a la voluntad individual. El libro reciente de Roberto Vélez Grajales y Luis Monroy-Gómez-Franco, Por una cancha pareja: Igualdad de oportunidades para lograr un México más justo (2023) la asume: “lo que la evidencia empírica en la investigación académica arroja es que el esfuerzo no basta, sino que, por el contrario, las circunstancias de las personas -o sea, aquellos factores fuera de su control- influyen mucho en sus logros de vida”.
Escrito por: Alejandro Sahuí
Los autores demuestran que en México las causas que más influyen la vida de las personas son los recursos económicos, la educación de los padres, la región en que se nace, el género y el tono de piel. Existen otros, pero recuperar su evidencia empírica en forma sistemática es más complejo. Y si tuviera que hacerse un ranking de injusticias sociales se llevarían las palmas dinero y educación; en términos de Pierre Bourdieu: capital económico y cultural.
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Me enfoco en la educación de los padres. Género, raza y etnia son temas recurrentes en los estudios sobre discriminación, donde el privilegio es bastante evidente. Ya las estadísticas de desarrollo desagregan estas variables. Sucede lo mismo con la riqueza. No es difícil estar de acuerdo en que heredar capital y bienes es injusto, ya que implica que hechos totalmente fortuitos transmiten una desigualdad social. Digámoslo tal cual: la riqueza quizá se envidia, pero no se admira al heredero de una fortuna, por inmensa que sea.
Si muchos de nosotros, siendo conscientes de la injusticia, aún nos mantenemos reticentes a un mayor gravamen a las herencias, casi siempre se debe a dudas en la eficacia redistributiva de los Estados, a su falta de transparencia. El sesgo que causa el afecto filial es poderoso. De todos modos, creo que se ha generalizado el deber de compensar las desventajas que se sufren sin responsabilidad.
Al profesor marxista Gerald Cohen le gustaba incordiar a sus colegas liberales igualitarios y socialdemócratas. Su libro Si eres igualitarista ¿cómo eres tan rico? es una denuncia de una concepción de igualdad débil incapaz de subvertir la lógica individualista y egoísta de la vida social, que de modo especial en el medio académico se reproduce con la noción de mérito.
A diferencia de la riqueza se habla poco de la injusticia de reproducir la desigualdad mediante el capital cultural, pese a las evidencias de Vélez y Monroy: la educación de los padres. Como si no hubiera nada que hacer en este terreno.
Decía Fernando Savater en Ética como amor propio que tomaríamos por loco a quien en caso de un naufragio no arrojara el salvavidas a su mujer o sus hijos. Nadie se atrevería a juzgar aquella acción como un fracaso de la imparcialidad. En el mundo del derecho los casos de escasez y necesidad pueden justificar este tipo de elecciones egoístas.
La justicia social no evalúa acciones aisladas, sino instituciones. El derecho retira de nuestros hombros el peso de juzgar cada asunto desde nuestra conciencia íntima. En sociedades tan estratificadas como México no tiene sentido para padres y madres de familia auto-excluirse del sistema de ventajas que brinda la educación privada formal e informal: música, danza, artes plásticas, academias deportivas, tecnologías, idiomas.
Me fascina la imagen leída recién en una biografía de Diderot con Catalina la Grande, quien dispuso una mesa entre ambos en sus conversaciones porque aquél se atrevía -en la emoción de su perorata- a tocar sus piernas, lo que nadie más: el capital cultural tiene prestigio, otorga un estatus, hace honorables a las personas en el sentido antiguo: distingue y jerarquiza.
Hay que ser críticos con todas las formas de privilegio, incluidas éstas que parecen tener un rostro amable porque exigen disciplina, esfuerzo, trabajo y talento. Por eso el capital cultural sí se puede presumir.
No son entonces las personas aisladas las que provocan las injusticias, sino las normas que siguen. Incluso las personas buenas hacen mal si las cumplen. Un sinnúmero de estructuras enmascara nuestras inclinaciones egoístas. Pero se trata siempre de una cuestión de poder. Tenemos la obligación de identificar en qué resortes están las trampas de la desigualdad, en dónde persisten los mecanismos de cierre social, y cuáles son “canchas parejas” para igualar las oportunidades de todas las personas. El libro de Vélez Grajales y Monroy-Gómez-Franco dan luz para pensar seriamente estas cuestiones.
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