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Presupuestos electorales: crisis y salida

Ahora que ya pasó el estruendo político, parlamentario, social y mediático de la jornada cívica de la Revocación de Mandato, creo que ya podemos retomar cierta normalidad en el debate público electoral.

Escribe: Sergio González

Una de esas expresiones de discusión reiterada es el tema del costo de las elecciones en general, que aparece cíclicamente en la agenda nacional. Generalmente es una discusión cargada de juicios de valor que encienden el escenario por el que transitan las más diversas ópticas y enfoques de la responsabilidad hacendaria y financiera.

Se trata de una conversación de larga data y pocos datos. Impregnada, además, de subjetividades e intencionalidades políticas y de grupo encaminadas, sinceramente, a redireccionar el presupuesto hacia los fines y objetivos de cada quien.

En el sector de los presupuestos en materia electoral, me parece que estamos presenciando un punto de inflexión. No solo hay una animosidad inédita, sino resistencias ruidosas. Y esto sucede tanto respecto del Instituto Nacional Electoral (INE) recientemente, como de los órganos electorales de los Estados, que desde hace algunos años padecen recortes severos, algunos de los cuales los dejan francamente al borde de la insolvencia.

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En esta coyuntura ríspida debemos hacer un alto. Creo que es momento de reflexionar con seriedad si las prácticas, normas e instituciones con que los órganos electorales en general planean, presupuestan y gastan son las más adecuadas. Me parece que no y que requieren una revisión profunda que, en un esquema de gobierno abierto (como lo está haciendo en estos días el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) se ocupe de la transparencia y eficacia de esas tres herramientas institucionales para afinarlas, actualizarlas o renovarlas.

Esta pausa me parece indispensable más allá la coyuntura de crispación por la que estamos pasando. En el marco de este necesario estudio debemos acotar con mucha claridad los fines de un ejercicio así, sobre todo en este momento en el que parece inminente una reforma electoral de gran calado hacia fines de año.

Propongo, por un lado, considerar la sana práctica del presupuesto base cero y por otro, deliberar sobre las ventajas y herramientas, ya vigentes en otras materias, de la llamada garantía presupuestal.

En el primer caso, se trataría de atemperar las inercias presupuestales tradicionales y repensar los alcances y metas de las partidas y capítulos de gasto como si estuviéramos fundando o refundando las autoridades electorales, a la vista de la nueva normativa en la materia, sobre todo las relativas a la austeridad republicana y al combate a la corrupción.

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Para ello, conviene recordar que los órganos comiciales son también garantes de nuevos derechos fundamentales, como el derecho a la buena administración y el derecho a un entorno libre de corrupción, ya reconocidos por el poder judicial, así como el derecho a la integridad electoral, constantemente invocado en sentencias de los tribunales electorales y en acuerdos y resoluciones del INE.

En el segundo caso, se trata de ponderar con toda objetividad la conveniencia y la viabilidad de establecer alguna disposición mediante la que se convenga en la ley o en la constitución un piso fijo de presupuesto para las instituciones electorales en general. Sería sea algo así como el mínimo vital año con año y que no se pueda disminuir, pero habría que configurarlo a partir de conceptos de gasto clasificados como irreductibles a partir de un proceso y conversación dilatados que permita arribar a acuerdos.

La figura ya existe en el derecho mexicano. El Capítulo Décimo Primero del Título Primero de la Ley de Fiscalización de la Ciudad de México se intitula, precisamente, “GARANTÍA PRESUPUESTAL”. Esa salvaguarda se regula en el artículo 50, que dispone expresamente que para satisfacer los requerimientos que implica el ejercicio de la función pública encomendada a la Auditoría Superior capitalina, su presupuesto anual se determinará tomando como base mínima el cero punto treinta y dos por ciento del monto total de las asignaciones presupuestales previstas en el Decreto de Presupuesto de Egresos local.

Quizá se trata en realidad de una especie de tácita reconducción en materia presupuestal, que obliga a repetir el presupuesto del año anterior, más la inflación, en caso de falta de los acuerdos necesarios al interior de los cuerpos legislativos competentes.

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Las dos medidas, me parece, se articulan perfectamente con las expresiones modernas de las autonomías dispuestas en la constitución general y las estatales, así como en los criterios y sentencias del poder judicial. Ambas producirían un entorno refrescado para enfriar una discusión nacional que se viene haciendo más áspera, año con año y que se cierne ominosa sobre los presupuestos electorales de 2023 y 2024.

En ambos casos, creo indispensable contar con la colaboración de los órganos internos de control y de las instituciones de fiscalización superior, que por sus facultades de auditoría y supervisión tienen pericia y conocimientos suficientes para contribuir con propuestas relevantes, técnicas e informadas. A estos órganos se les debe considerar aliados estratégicos en este esfuerzo.

Del mismo modo, las dos propuestas atienden y reconocen las atribuciones legislativas exclusivas en la materia y aseguran la supremacía parlamentaria que la constitución dispone en este proceso legislativo peculiar, facultad exclusiva de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión en el caso del INE y de los Congresos locales en el caso de los institutos, consejos y comisiones electorales estatales. 

Bajo este contexto, las autoridades electorales bien podrían proponer, en un diálogo institucional respetuoso y público con los órganos legislativos correspondientes, el piso fijo del presupuesto a partir del cual puedan articularse proyectos específicos que vayan de la mano con los requerimientos que en su caso sean solicitados, y no poner, como lo hemos visto todo este año y el pasado, a la función electoral en una disyuntiva imposible, que nadie merece, que a nadie conviene y que menos sirve al país y a nuestra democracia.

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