por Nashieli Ramírez
Se requiere proteger a las niñas y los niños pequeños de la violencia en todos los ámbitos de su vida; se deben garantizar sus derechos a la vida y al desarrollo, y es necesario pensar la prevención y la protección desde el primer día
Durante los últimos años hemos sido testigos del incremento en los homicidios en nuestro país, y son los jóvenes adultos varones de entre 25 y 44 años de edad los que presentan una mayor tasa en este tipo de mortalidad violenta; sin embargo, es poco conocido que en el periodo de 2007 a 2010, la tasa de homicidios en menores de un año de edad se duplicó, pasando de 3.6 a 7.5, y lo mismo sucedió en el grupo de niñas y niños de entre uno y cinco años de edad, que pasó de 0.8 a 1.7, es decir, de 79 a 144 homicidios en el primer caso y de 63 a 130 homicidios en el segundo (DGIS/SINAIS).
La poca visibilidad de este tipo de datos se debe a que no focalizamos ni como sociedad ni como gobierno a las niñas y los niños pequeños; un ejemplo de esto es que los programas de cuidado para la primera infancia tienen como beneficiarios o derechohabientes solamente a los adultos. En este caso además se suma que en México prevalece una mirada fragmentada de la violencia, que no articula en el análisis y, por lo tanto, tampoco en las políticas públicas para su atención a las violencias en los espacios familiares, institucionales y públicos.
Insistimos en abordar el acoso entre pares (bullying) solamente desde lo que sucede al interior de los planteles escolares, y la violencia familiar exclusivamente desde lo que sucede adentro de los hogares.
La violencia impacta de manera directa e indirecta a los más pequeños. Son las y los menores de siete años la mayoría de los que llegan a los servicios médicos con heridas graves derivadas de medidas “correctivas” y omisiones de cuidado. Son niñas y niños pequeños los destinatarios más recurrentes del castigo físico, que persiste sin prohibición expresa en nuestra legislación.
Junto con las organizaciones que integran la Red de los Derechos de la Infancia en Juárez, hemos documentado que, como en muchas otras ciudades mexicanas, en Juárez domina el transcurrir de una primera infancia en solitario y en el encierro a consecuencia de los problemas de movilidad de un mundo adulto volcado en el trabajo en un entorno altamente inseguro.
Y lo más importante es que los cambia a ellos: los niños pequeños se convierten en testigos prematuros del crimen y de la muerte, y por lo tanto, en víctimas de la violencia, ante la mirada de un mundo adulto que en su mayoría tiene la creencia de que los pequeños son impermeables a los sucesos violentos porque no entienden y, por lo tanto, no les afecta. Pero contario a lo anterior, se cuentan con evidencias de que no nada más le afecta, sino que por las características de la etapa de su desarrollo, el impacto es mayor.
Durante los primeros tres años de vida se lleva a cabo la conformación de conexiones neuronales conocidas como sinapsis y para los cinco años los seres humanos hemos alcanzado el 90% de nuestro desarrollo cerebral; durante esta construcción cerebral, niñas y niños pequeños son excesivamente sensibles a las influencias del medio ambiente (Wadsworth 1997, Hertzman 1999). Contamos ya con estudios que aportan evidencias científicas sobre el gran impacto en la cognición, la emoción, y la conducta ante la exposición directa e indirecta a la violencia durante los primeros años. Perry (1997), por ejemplo, muestra que los cerebros de niños expuestos a violencia extrema durante sus primeros años presentan un desarrollo anormal de la corteza que apunta hacia un comportamiento más impulsivo.
Al imperativo ético, a las evidencias anteriores, habría que agregar lo que se señala en el documento base de la Consulta Internacional de Expertos sobre la Prevención y Respuesta a la Violencia contra los niños y niñas en la primera infancia (ONU/Unicef/Fundación Bernard Van Leer. Lima Perú, agosto 2012), en donde se apunta que el desarrollo de estrategias poniendo al centro a los más pequeños tienen también un beneficio económico, ya que la exposición a la violencia aumenta los costos: en protección especial (albergues); en educación, ya que los impactos en el desarrollo provocan retraso y bajo nivel académico; en la salud, por las conductas de riesgo que se derivan en la vida futura (adicciones, por ejemplo); en la seguridad, asociada a mayores inversiones en fuerzas policiacas, en sistemas penitenciarios y en rehabilitación; y, finalmente, en el mercado laboral, como resultado de la pérdida de capital humano.
Por lo anterior, el programa de prevención de la violencia, que hoy alude el Pacto por México, debe considerar de manera fundamental a la primera infancia, etapa en donde se sientan las bases de los ético, la estética, la autoestima, la ciudadanía y la solidaridad: lo bueno, lo bello, las relaciones, el yo y los otros.
Está probado que los programas de atención a la primera infancia de calidad favorecen la reducción de la delincuencia y de la vulnerabilidad hacia el comportamiento criminal a futuro (Van Der Gaag, 2002).
Tenemos que apostar a reconocer que las niñas y los niños tienen una enorme capacidad para transformar realidades sociales y son capaces de hacerlo desde el primer día de su existencia. Las niñas y los niños pequeños mexicanos ofrecen esperanzas no nada más por la obligación que tenemos de que puedan desarrollarse de manera adecuada y para que vivan una infancia adecuada y feliz, sino también porque son motor para transformar a sus familias, sus barrios, su ciudad y su país.•
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