por Magdalena Sepúlveda / @Magda_Sepul
El Congreso mexicano discute en estos días el extender la prisión preventiva automática. Esta medida es altamente engañosa. A primera vista pareciera significar que aumentará la protección al ciudadano común, aquel que nada hace, el que se porta bien. Sin embargo, en la realidad, esta medida atenta contra los derechos de todos, principalmente de aquellos que viven en situación de pobreza y en el largo plazo puede terminar aumentando la inseguridad.
Esta medida nos afectará a todos, porque implica una vulneración del principio de presunción de inocencia. Cualquiera que se vea envuelto en una situación dudosa, ya sea por su propia acción o debido a la negligencia o corrupción de la policía, podría eventualmente terminar en prisión. Pero tanto aquellos que nunca se vean expuestos a un embrollo con la policía o aquellos que tienen la suerte de tener acceso a un buen abogado.
Lo cierto es que la prisión preventiva oficiosa atenta contra valores fundamentales de nuestras sociedades, tales como el que todos, independientemente de nuestro nivel económico, color de piel, género o cualquier otra característica, seamos tratados de manera igual ante a la ley. Esto porque la prisión preventiva oficiosa, impacta en gran medida a quienes viven en situación de pobreza, que desgraciadamente en México son más de 53 millones de personas.
Debido a que los agentes del orden suelen utilizar la “pobreza”, la “falta de vivienda” y la situación de “mendicidad” como un indicador de delincuencia, las personas que viven en situación de pobreza entran en contacto con el sistema de justicia penal con mucha frecuencia.
De implementarse esta medida, un número muy elevado de los más pobres y de los más excluidos que sean arrestados, detenidos y encarcelados tendrán que permanecer en prisión preventiva. Estando en prisión se les dificultará la posibilidad de acceder a una asistencia jurídica de calidad, mantener contacto con algún abogado o conseguir testimonios de testigos sobre su solvencia moral.
Mientras estén detenidos difícilmente podrán protestar si reciben malos tratos físicos o mentales, demoras excesivas, y es más probable que se les exija el pago de sobornos, que difícilmente podrán hacer. Todo esto aumentará de manera drástica la posibilidad de que terminen siendo condenados.
Encontrándose en una posición vulnerable, estarán más dispuestos a aceptar un acuerdo injusto con la fiscalía o a admitir su culpabilidad para quedar en libertad más pronto. Los costos económicos y sociales de la detención y el encarcelamiento pueden ser devastadores para las personas que viven en la pobreza.
La detención no solo entraña la pérdida temporal de un ingreso para aquellos que trabajan en el sector informal, sino que a menudo conduce a la pérdida de empleo.
Incluso aquellos que logren salir de la prisión preventiva, saldrán en una situación de desventaja desde el punto de vista financiero, físico y personal. Tras su liberación, se encontrarán con que sus activos se han agotado, tienen menos oportunidades de empleo y un acceso limitado a las prestaciones sociales.
En muchas ocasiones, por haber estado en prisión perderán sus vínculos con la comunidad y en algunos casos hasta con sus familiares, además de que serán objeto de una mayor estigmatización y exclusión social, con lo que se reducirán aún más sus posibilidades de escapar de la pobreza. En el largo plazo, esto exacerbará la desigualdad y tendrá un impacto en la inseguridad ciudadana.
Intentar justificar este tipo de medidas punitivas y restrictivas de derechos invocando como motivos la seguridad pública es una falacia. Este tipo de medidas punitivas obedecen más bien a prejuicios y estereotipos negativos en contra de quienes viven en pobreza.
Las medidas de este tipo no atacan a las causas profundas de la pobreza y la exclusión social. Solo sirven para acentuar aún más las múltiples privaciones que aquejan a los más pobres y constituyen obstáculos contra la reducción de la pobreza y la inclusión social.
En lugar de aprobar la iniciativa de prisión preventiva oficiosa -que además es bastante costosa de implementar-, el gobierno y el Congreso de la nación debieran reafirmar, a través de actos concretos, su respaldo y protección de los derechos los más pobres y destinar su tiempo y recursos hacia iniciativas que permitan a las personas en situación de pobreza disfrutar de todos sus derechos en igualdad de condiciones que el resto de la población. Quienes viven en pobreza no tienen voz; corresponde entonces a los representantes electos que hagan valer sus derechos en el Congreso.
Magdalena Sepúlveda es la Antigua Relatora de Naciones Unidas para la Extrema Pobreza y los Derechos Humanos. En la actualidad es miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT) |Twitter: @Magda_Sepul
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