Una mirada crítica al problema de las adicciones - Mexico Social

Escrito por 4:00 am abuso, Adicciones, delincuencia, Destacados, En Portada, Mario Luis Fuentes • 2 Comentarios

Una mirada crítica al problema de las adicciones

Las adicciones constituyen uno de los fenómenos más complejos, persistentes y extendidos del mundo contemporáneo. Más allá de los enfoques reduccionistas que tienden a explicarlas exclusivamente desde el ámbito clínico o penal, resulta imprescindible abordarlas como un fenómeno multidimensional en el que convergen estructuras sociales, condiciones económicas, vínculos comunitarios debilitados, tramas familiares fragmentadas y sistemas institucionales desarticulados. Esta complejidad se hace particularmente visible en el caso mexicano, donde el consumo de sustancias adictivas -legales e ilegales- se ha expandido en medio de una débil política de prevención, y una tendencia preocupante a criminalizar al consumidor, antes que comprender sus condiciones de vida.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Desde la sociología crítica y la filosofía contemporánea, las adicciones deben entenderse no como simples decisiones individuales ni como meros fallos o debilidad en la voluntad de las personas, sino como expresiones sintomáticas de un malestar más profundo. En sociedades marcadas por la desigualdad, la exclusión y el debilitamiento del lazo social, las drogas -como bien apuntaba Zygmunt Bauman-se convierten en “respuestas privatizadas” al sufrimiento social.

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El consumo compulsivo opera como una forma de evasión frente a una realidad caracterizada por la precariedad, la falta de reconocimiento y la imposibilidad de proyectar un futuro viable. En palabras de Byung-Chul Han, vivimos en una sociedad del rendimiento donde el sujeto se auto explota y se encuentra atrapado en una lógica de productividad sin sentido, que deja como saldo un creciente número de personas depresivas, ansiosas y agotadas. Las adicciones, entonces, surgen como una forma de auto tránsito, de auto paliativo, de falso refugio ante un mundo que deja de ofrecer sentido colectivo.

En el caso mexicano, esta lógica se complejiza aún más por la persistencia de estructuras de desigualdad, la violencia estructural y simbólica, y el abandono sistemático de la política social de amplios sectores de la población. La familia, que en contextos saludables puede funcionar como red de contención y afecto, se encuentra frecuentemente fragmentada o sobre-exigida por condiciones económicas adversas. Las comunidades, desestructuradas por la migración, el crimen organizado y la pérdida de referentes culturales compartidos, dejan al individuo en un estado de soledad radical. Por su parte, las instituciones educativas, culturales y de salud muchas veces no logran cumplir su función preventiva ni reparadora, debido al abandono presupuestal, la falta de formación especializada y la ausencia de una estrategia integral.

Uno de los grandes desafíos que enfrenta México en materia de adicciones es la falta de una comprensión clara sobre la verdadera magnitud del fenómeno. Si bien existen indicadores indirectos -como las encuestas nacionales de salud o los registros hospitalarios de intoxicaciones-, no se dispone de una métrica que permita estimar cuántas personas consumen de forma habitual, problematizan su consumo o se encuentran en situación de dependencia grave. Esta falta de información confiable no es solo un problema técnico o estadístico: es, sobre todo, un problema político y ético. Mientras no se reconozca la magnitud del fenómeno, será imposible construir políticas públicas pertinentes, sensibles y eficaces.

Además, los vacíos de información reproducen estigmas sociales. En muchos contextos, se asume erróneamente que la drogadicción es un fenómeno de clases populares, lo cual oculta la dimensión transversal del problema: también hay consumo en sectores acomodados, en entornos profesionales, en ámbitos académicos, muchas veces encubierto bajo formas socialmente legitimadas (el uso de alcohol, medicamentos psiquiátricos o drogas recreativas de élite). La adicción, por tanto, atraviesa toda la estructura social, pero sus efectos son diferenciales: en los sectores empobrecidos, puede implicar la muerte, la cárcel o la estigmatización absoluta; en los sectores privilegiados, puede incluso camuflarse como estilo de vida.

Uno de los puntos más importantes para un abordaje sociológico y filosófico de las adicciones es la comprensión de los afectos, emociones y experiencias que conducen al consumo de sustancias. Desde la teoría crítica se ha señalado que el capitalismo avanzado ha producido sujetos alienados, fragmentados, atrapados en un mundo donde el placer se compra y el sufrimiento se medicaliza. Las drogas, en este marco, no solo son sustancias que alteran la conciencia: son mercancías que suplen vínculos rotos, esperanzas frustradas y dolores no procesados.

En México, este malestar se traduce en una creciente sensación de soledad, ansiedad, frustración, vacío existencial, especialmente entre jóvenes que no encuentran un lugar en el mundo. La depresión -como lo indican las estadísticas más recientes de la Secretaría de Salud- se ha convertido en uno de los principales padecimientos del país. Y si bien no toda persona con depresión consume drogas, sí es evidente que hay una correlación entre los trastornos afectivos y el consumo problemático de sustancias. Así, la droga aparece como una forma de calmar el dolor, de apagar la angustia, de desconectarse de una vida que no parece ofrecer caminos dignos.

En el contexto internacional, y particularmente en la relación México–Estados Unidos, el tema de las adicciones ha sido instrumentalizado con fines geopolíticos. Durante la administración Trump -y con continuidad en sectores del Congreso estadounidense- se ha construido un discurso que coloca al fentanilo como el enemigo principal, acusando a México de ser la principal fuente de producción y tránsito de esta sustancia. Si bien el fentanilo representa un problema grave, por su alta letalidad y rápida expansión en el mercado ilegal, centrar todo el debate en esta droga invisibiliza otros consumos igual de problemáticos: metanfetaminas, cocaína, marihuana, crack, y por supuesto, las sustancias legales como el alcohol, el tabaco y los medicamentos ansiolíticos o antidepresivos.

Esta mirada parcial y moralizante contribuye a desviar la atención de los factores estructurales del problema y a mantener una lógica de guerra contra las drogas que ha demostrado ser ineficaz, costosa y profundamente violenta. El enfoque sanitario y policial, centrado en la criminalización y la militarización, ha producido más muerte que soluciones, y ha colocado a los consumidores en la categoría de “enemigos públicos”, en lugar de tratarlos como personas con derechos, necesidades y trayectorias vitales complejas.

Ante este panorama, resulta urgente y éticamente impostergable construir en México una nueva política de prevención de adicciones, basada en un enfoque estructural, intersectorial y centrado en la dignidad de las personas. Esto implica abandonar el paradigma punitivo y de sanitarista, y avanzar hacia una estrategia que ataque las causas profundas del consumo: pobreza, desigualdad, exclusión, falta de sentido, debilidad institucional y ausencia de redes comunitarias sólidas.

Una verdadera política de prevención requiere la articulación de todas las dimensiones de la política social: educación con perspectiva crítica; salud pública con enfoque psicosocial; cultura que revalorice la vida colectiva; políticas deportivas que promuevan el encuentro, la solidaridad y el cuidado del cuerpo; programas alimentarios que atiendan la malnutrición y la ansiedad derivada de la precariedad; y una política de recreación que abra espacios de expresión, creación y participación para niños, niñas y jóvenes. A todo esto, debe sumarse una nueva política de seguridad ciudadana, basada en la proximidad, los derechos humanos, la mediación comunitaria y la atención integral a los contextos de riesgo.

En conclusión, las adicciones en México no son un problema de “individuos desviados” o “sujetos anómicos”, sino el reflejo de una conflictividad social y un malestar generalizado. Solo recuperando sentido de pertenencia articulado a través de un potente Estado de Bienestar, construyendo comunidad, fortaleciendo las instituciones públicas y promoviendo una vida con sentido y dignidad, podremos avanzar hacia una sociedad menos adicta, menos dolida y más justa.

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Investigador del PUED-UNAM

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