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El vaciamiento de la protección civil

En los desastres urge mucha empatía, no solo para identificarse con los damnificados y compadecerse por las muertes, o como actitud para compartir las urgencias y penurias inmediatas de los afectados y apoyarlos con todas las ayudas de que seamos capaces, sino también como respuesta organizada para propiciar que su recuperación sea pronta y adecuada, y que en el futuro estemos mejor preparados para enfrentar estos y otros peligros. Lamento los fallecimientos en Acapulco por el impacto del huracán Otis, y me sumo a la corriente de apoyo para superar la emergencia.

Escrito por:  Enrique Provencio D.

Los desastres pintan de forma inmejorable a una sociedad, en sus miserias y en sus aciertos. Sobre todo, revelan su vulnerabilidad, las debilidades que la hacen susceptible a sufrir daños cuando se concretan las amenazas a las que se encuentra expuesta. Muestran también las capacidades para responder ante el desastre y sobre todo para ser más resilientes en el futuro. En Acapulco, desafortunadamente, se condensa nuestro penoso rezago en la aplicación de los principios básicos de la gestión integral de riesgos (GIR), que es el enfoque que supuestamente debe ordenar las acciones gubernamentales y sociales en estos casos.

La GIR es, por cierto, un principio legal que obliga a las autoridades, no es una orientación abstracta, una perspectiva académica o una figura meramente declarativa. Quedó incorporada a nuestra legislación en 2012, y aunque en el gran tema de los riesgos hay una acelerada innovación en conceptos y en prácticas, el enfoque está vigente. Sigue siendo obligatorio, por ejemplo, el carácter civil de la protección, y el involucramiento de toda la sociedad en los distintos componentes de la GIR, incluyendo las respuestas para la recuperación y la reconstrucción. Es importante recordarlo en estos días de militarización de la ayuda y de exclusión de la acción ciudadana del apoyo a los damnificados.

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Hay expresiones que al paso del tiempo y tras el uso y abuso de los vocablos, van quedando vacías o pierden su sentido. Es el caso de la protección civil, en la que lo civil no es un adjetivo más. La condición civil es consustancial a la idea y al precepto de la acción que la sociedad y su gobierno debe realizar de forma permanente para proteger la vida de las personas, su bienestar, seguridad y patrimonio, los servicios y la infraestructura, la economía y el entorno ambiental, en el proceso de prevención y atención en los desastres. En la legislación la fórmula es inequívoca al determinar no solo ese rasgo civil, sino también al establecer que las acciones corresponden al sector público pero también al privado y al social.

En 2019 el entonces nuevo gobierno decidió que la coordinación nacional de la protección civil fuera desplazada desde el ámbito de la gobernación, al de la seguridad pública. Fue un movimiento premonitorio. La seguridad pública y la protección civil no se contraponen necesariamente, pero en el proceso de militarización que experimentaron no solo la seguridad sino también muchas otras actividades, la GIR se debilitó aún más y aceleró la pérdida de su carácter civil. La GIR ya tenía muchas dolencias antes de 2019, pero aceleró su debilitamiento y falta de liderazgo, y perdió aún más recursos financieros, no solo para las emergencias, sino también para la prevención. Ese abandono en el Gobierno Federal se trasladó a la mayoría de los estados y municipios.

Es lógico que en pleno desastre se ponga la atención en las acciones de atención emergente, pero las fallas empiezan desde mucho antes, desde que se abandona o se debilita la cadena de prevención y las actividades de preparación. En estos días muy pocos han mencionado al Centro Nacional de Prevención de Desastres, que es una institución de absoluta prioridad y relevancia estratégica, y que requiere un apoyo más intenso y constante para fortalecer sus actividades. Cuenta con colaboradores capacitados y competentes, y enfrenta tareas que demandan presupuestos más robustos.

El Gobierno Federal puso más empeños en denostar al Fideicomiso Fondo de Desastres Naturales (FONDEN) y en señalar sus deficiencias, que en fortalecer el Sistema Nacional de Protección Civil y la gestión integral de riesgos. La iniciativa para extinguir ese y otros fideicomisos incluyó en la exposición de motivos una enumeración de señalamientos de la Auditoría Superior de la Federación sobre la ejecución de gastos del FONDEN, para concluir que era opaco y favorecía la corrupción, y en esa línea se mantuvieron los legisladores que aprobaron la extinción. El tema se convirtió en un ejemplo emblemático de reforma institucional sin propuesta de cambio, una especie de salto al vacío sin protección, literalmente.

El FONDEN entró en liquidación el 1º de enero de 2021, transfiriendo su remanente de $25 000 millones de pesos a la Tesorería de la Federación. Luego se perdió la cadena de seguimiento de esos fondos, pero el caso es que el Programa para el Fondo de Desastres Naturales que existe actualmente en el presupuesto nunca ha llegado a esa cantidad. Además, los mecanismos de acceso a dicho programa son aún más tortuosos que los del FONDEN, además de centralizados y discrecionales. La Secretaría de Hacienda tuvo que aclarar el 25 de octubre de 2023 que todavía existe un fondo para desastres, un seguro y un bono catastrófico, que juntos suman unos $30,000 millones, en el supuesto de que se pudieran liberar pronto, para atender el desastre de Acapulco.

Ninguna de las fallas del FONDEN era irremediable, todas tenían soluciones administrativas viables. Tampoco hubo denuncias por las irregularidades, de lo que se trataba era de usar el caso como otro ejemplo de los errores del pasado, y, además, de enfatizar que a partir de entonces los apoyos se entregarían directamente, sin intermediarios. Este mantra se mantiene: el Presidente dijo dos días después del impacto del huracán Otis, que “los enseres domésticos y despensas se entregarán directamente, sin intermediarios, a la población” y solo por parte de las fuerzas armadas. La gravedad de los hechos no justifica, de ningún modo, la exclusión de los grupos sociales y de las autoridades locales en el operativo de emergencia. Es más, la decisión es contraria a la propia Ley de Protección Civil.

Pasarán quizá semanas para que se sepa de manera confiable el costo inmediato y directo de la recuperación y la reconstrucción de Acapulco, pero todo indica que rebasará, y con mucho, la valoración de los desastres ocurridos en las últimas décadas. Es probable que sea el de mayor impacto económico después de los sismos del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México. El impacto de un desastre de tal magnitud mucho en asimilarse, y modifica la ruta del desarrollo de la población. Acapulco es un municipio tan activo y potente como pobre.

Según Héctor Nájera y su equipo en el PUED UNAM, en el municipio la pobreza multidimensional llegaba a 55 por ciento de la población en 2020, con 67 por ciento en pobreza por ingresos y 14 por ciento en pobreza extrema https://bit.ly/49vnntt La información de CONEVAL de pobreza municipal muestra las grandes carencias de la población local en salud, seguridad social, vivienda y sus servicios entre otras. Todo esto es parte de la vulnerabilidad de Acapulco. Si la recuperación tarda en levantar vuelo y se extiende demasiado, será más compleja la tarea de reconstruir de manera resiliente, de tal modo que no solo se regrese a la normalidad pre – existente, sino que Acapulco se recupere en mejores condiciones para estar mejor preparado los próximos años ante las amenazas que sin duda seguirán presentes.

Nota: recomiendo mucho la lectura del libro Recuperaciones diversas ante el proceso de desastre. Reflexiones y perspectivas para México, coordinado por Naxhelli Ruiz Rivera y Daniel Rodríguez Velázquez , y publicado por el Seminario Universitario de Riesgos Socio-Ambientales de la UNAM en 2022. Puede encontrarse aquí

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