por Teresa Incháustegui
En los últimos treinta años se ha producido en casi todo el mundo un retroceso de los derechos sociales ligados al trabajo y una vuelta a las políticas asistenciales para los excluidos, que crecen proporcional y absolutamente en casi todos los países
La otrora seguridad social, premisa de un nuevo mundo de paz basado en la democracia con justicia social, que los triunfadores de la Segunda Guerra proclamaron como la piedra angular del progreso bajo la responsabilidad y tutela garantista de los Estados nacionales está socavada en sus cimientos; en su lugar ha sido colocada una vieja política del Estado liberal del siglo XIX: la asistencia social, en su momento destinada a contener la politización popular que se veía venir de la mano del pauperismo, en un entorno económico dirigido por la desbordada ambición de lucro, sin límites morales para la explotación laboral.
Cien años y dos guerras mundiales después de la emergencia de la cuestión social –que podemos datar en 1848 de la mano del movimiento cartista por el derecho al trabajo, al voto universal y la publicación del Manifiesto de Partido Comunista–, los líderes mundiales entendieron que solo un sistema social anclado en la solidaridad entre las clases y entre las generaciones podía generar la seguridad y certidumbre que necesitaba: el capital y las empresas para sostenerse y crecer; los trabajadores para proyectar sus vidas basadas en el trabajo digno y honrado; los jóvenes para albergar ilusiones y proyectos que canalizaran positivamente sus ambiciones; y los Estados nacionales para proyectar internacionalmente un mundo de progreso material, paz y justicia. Con esta receta financieramente sustentada en impuestos progresivos se fue fincando un modelo de sociedad garantista de derechos pretendidamente universalizables en temas como la salud, la educación, el trabajo, la vivienda (en algunos casos incluyendo luz, renta y combustibles); la alimentación, el tiempo libre; los cuidados infantiles derivados del sistema de derechos ligados al trabajo (protección en el trabajo; incapacidad, cesantía, retiro o muerte).
La triple alianza entre Tatcher-Reagan- Wojtyla, que entroniza en los ochenta el Consenso de Washington como nueva receta mundial y acelera la caída del socialismo, deja al mundo por una sola vía para el crecimiento y el desarrollo. En la idea de hacer gobernable la democracia, esta receta propende a la des-sindicalización, la flexibilidad y movilidad laboral, la contención salarial; al Estado mínimo, a la liberalización (derrumbe del modelo de capitalismo nacional) y la promoción de políticas del lado de la oferta (el mercado libre de trabas).
Del “Salariato” al “Precariato”
La obra destructiva del mercado –como dirían Marx o Polanyi– hizo lo propio. En los países desarrollados se vieron emerger altas tasas de paro en trabajadores en edad productiva por la reestructuración y relocalización industrial; un creciente desempleo juvenil, empleos temporales, mal pagados, ligados al envejecimiento poblacional; familias atípicas (uniparentales); así como una gran población migrante marginalizada.
Hacia fines de los años noventa esta “nueva pobreza” indicaba el tránsito del “Salariato”, el régimen de derechos sociales basado en el mundo del trabajo (Castel, Robert, 1997)(I), que, herido de muerte, se retiraba en sus confines etarios, en las generaciones nacidas entre los cuarenta y setenta cubiertas por los diversos regímenes de bienestar en crisis, mientras que para los nacidos entre los ochenta y noventa se abría paso al “Precariato” (II).
En América Latina el panorama es más complejo en cuanto este tránsito aparece ligado a una década de estancamiento e hiperinflación, fuerte caída salarial y crisis de los servicios sociales en los ochenta, seguida de una nueva ola de modernizaciones en los años noventa, que concluyen la destrucción de la economía campesina –sobreviviente de la primera ola de modernización entre 1940-1960–, desatando una intensa migración interna e internacional, acompañada de una urbanización precaria metropolinizada en ciudades medias, desindustrialización y terciarización. Con el agravante de que en nuestros países el llamado “Salariato” incorporó en sus mejores años solamente entre el 30% y el 40% de la población que laboraba. Nuestro “Precariato” despunta, en cambio, desde los años setenta, con el crecimiento de la economía informal, que pasa aproximadamente de 35% a 38% en esos años a cerca.
Los caminos de la política social para enfrentar el proceso destructivo de la solidaridad social basada en los derechos del trabajo han cursado por las pautas de desarrollo dependiente (Pierson, 2000) de los regímenes de bienestar (Gosta Esping Anderse, 1997) en cada país. Ahí donde los regímenes de bienestar fueron más igualitarios y universalistas, el Salariato se ha mantenido bastante entero, acompañado de programas de asistencia destinados a cubrir a la población en condiciones atípicas que es creciente (países nórdicos).
En los que se fundaron según categorías ocupacionales (Francia, Alemania, Austria, los Países Bajos) han surgido sistemas de asistencia para garantizar un piso básico de derechos sociales para todos, es decir, con carácter universalista, destacando los programas de Renta Básica para los excluidos. En tanto, los países liberales con regímenes de bienestar basados en el universalismo residual (Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia) se ha producido una segmentación de los sistemas de protección, entre un sector cubierto por seguros privados y el resto cubierto por la Social Security, acompañada de una diversidad de programas asistenciales para poblaciones específicas: jóvenes, ancianos, madres y padres solteros; adictos, ayudas y servicios para personas discapacitadas, etcétera.
Un rasgo destacable en los países desarrollados es que en buena parte de los casos estas políticas se han distinguido por el intento de formación de redes de protección y asistencia, tejidas con la intervención de actores tanto públicos como privados y comunitarios (Tercer sector) que asignan recursos monetarios, prestan servicios y eslabonan niveles de atención más o menos articulada y exitosamente. Sin esto signifique que la nueva cuestión social se esté resolviendo (III).
En América Latina, región de sociedades duales (O´Donell, 1999) donde sólo la mitad de la población a lo sumo goza de seguridad social, de la mano de las agencias internacionales para el desarrollo, en la década de 1990 se comienza a hablar de una tercera rama de política social, distante y distinta de la seguridad social ligada a los derechos laborales y a la vieja asistencia social destinada a grupos específicos (discapacitados, huérfanos, personas sin familia, etcétera). Se trata de lo que llamarán “nueva asistencia social o política de protección social” destinada a combatir la pobreza, la vulnerabilidad, el riesgo y la privación que se consideran socialmente inaceptables en un sistema de gobierno o sociedad (Conway et al. 2000:2).
Monetarización de los derechos sociales
Como resultado, comenzando por México, se iniciaron programas de transferencias monetarias dirigidas inicialmente hacia las madres, como medida para sortear rezagos en salud y educación que perpetuaban la pobreza generacional. Dichos programas, que significaron un giro importante en el enfoque tradicional de la provisión de subsidios asistenciales públicos, tienen cuatro rasgos característicos: 1) seleccionan a familias pobres con niños y adolescentes; 2) condicionan las transferencias a la asistencia escolar (Capital humano) o de otros servicios de salud; 3) se otorgan discrecionalmente por no ser legalmente exigibles como derechos de los ciudadanos; 4) se destinan de manera directa a personas desempleadas que buscan empleo, o a personas mayores (Moreno, L, 2007 y Barrientos 2010).
La nueva política ha venido acompañada de la monetarización de los derechos sociales, porque está ligada a la idea del Estado mínimo y a la subrogación de servicios sociales, cuando no de plano a su desmantelamiento. En este sentido está lejos de auspiciar la creación de redes de protección y aun de conservar del poder infra estructural del Estado Benefactor (EB). No fortalece por tanto las capacidades sociales para hacer frente y revertir los crecientes riesgos de la desafiliación social, que no se reduce a la pobreza de ingreso ni a la carencia de capital humano.
Las transferencias monetarias están además muy a tono con los enfoques económicos del “lado de la oferta” que consideran a los servicios sociales públicos en especie distorsionantes en el sistema de precios, con el conveniente agregado de que permiten elevar con cierta rapidez el consumo de los sectores pobres (a veces solo para incrementar la ingesta de refrescos y comida chatarra, además de adquirir televisores y video reproductores).
Ciertamente, cumplen con al principio de mayor costo-efectividad, porque en efecto llega a los beneficiarios mayor porcentaje de centavos de cada peso invertido en estos programas. En contrapartida, generan una ética pública harto distante de la relación ciudadanía exigente-gobernantes responsables, porque estos programas de asistencia no son universalistas ni exigibles. Los gobernantes pueden elegir a quiénes se las otorgan y a quiénes no.
Se hacen, por tanto, susceptibles al tráfico de votos contra apoyos y no representan por ningún lado un robustecimiento de la cultura ciudadana. Sus logros son efímeros ya que si bien pueden conseguir que un año u otro, un semestre u otro, se logre hacer pasar el ingreso de la población pobre por encima de la línea de sobrevivencia, y no significa en realidad que estén mejorando sus condiciones de vida y mucho menos que se estén desmontando los circuitos del empobrecimiento estructural y desafiliación que ponen en riesgo la paz y el progreso. La rapidez con que se revierten estos logros muestra a las claras su fragilidad.•
Notas:
I. De acuerdo a la reflexión desarrollada por Robert Castel en la Metamorfosis del Trabajo (Ediciones Paidós Ibérica, 1997) el salariato es el nombre que da al entramado social que liga el trabajo asalariado con el funcionamiento del mercado a través de derechos sociales que permiten a los trabajadores tener una vivienda, consumir, atender su salud y la de su familia en caso de enfermedad o accidente; además de garantizar la educación de sus hijos y asegurar que a la muerte del trabajador sus hijos y esposa serán protegidos. Este régimen según el autor entra en crisis a partir de 1975, cuando por efecto de la crisis de los hidrocarburos se produce el primer estancamiento económico en los países europeos y se intensifica la relocalización industrial hacia los países de la periferia o subdesarrollados.
II. Este término acuñado en Italia, se ha vuelto popular en Europa para referirse a la población joven educada, que sale de las universidades y no encuentra trabajo adecuado a su formación y trabajan en empleos temporales, flexibles y mal pagados. Se trata de los ya también llamados mileuristas (El País 23 de octubre de 2005) por que su salario mensual es mas o menos equivalente a mil euros.
III. Robert Castell señala que lo que se identificó a fines a inicios del siglo XIX como La cuestión social hacía referencia a la incertidumbre, inquietud o cuestionamiento acerca de la aptitudes de la emergente sociedad industrial para mantener la cohesión entre sus miembros, basada en el reconocimiento de la interdependencia entre unos y otros, a partir de la toma de conciencia de las condiciones de vida de las poblaciones que eran a la vez agentes y víctimas de la revolución industrial, cuya manifestación más palmaria se encontraba en el llamado pauperismo. La cuestión social surgía entonces de la fractura entre un orden jurídico-político fundado sobre el reconocimiento de los derechos del ciudadano y un orden económico que generaba miseria masiva, amenazando el orden político y moral. Por lo que se plantea la necesidad de encontrar un remedio eficaz para la plaga, el Estado de Bienestar fue la salida. Una nueva cuestión social surge empero a partir de los años 70 por la inadaptación de los métodos de gestión bienestaristas de lo social a la caída del paradigma de pleno empleo y el crecimiento de la Esperanza de Vida. Esta nueva cuestión social tiene nuevos rostros y componentes ligadas con la crisis del cuidado por el trabajo de las mujeres; con el trabajo precario, el desempleo juvenil y la diversidad social.
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