por Valentina Cortínez O’Ryan
Desde el 8 de marzo en adelante, la “ola feminista” no ha dado tregua en América Latina. En todos los países, miles de mujeres y hombres se han movilizado contra el patriarcado en las calles, pero también intensamente en las universidades e instituciones escolares
Las marchas, tomas y movilizaciones feministas en Chile, protagonizadas por mujeres estudiantes escolares y universitarias, sin duda constituyen un punto de inflexión y un referente para toda la región.
El mensaje es claro: se acabó el silencio y la impunidad para quienes ejercen y han ejercido todo tipo de violencia sexual contra las mujeres en las casas, en las calles y en las instituciones educativas.
La injusticia históricamente acumulada ha bullido y rebasado el espacio público. Hoy, en Chile y otros países, esa rabia tiene forma, ideas y organización y pide la transformación estructural de la educación machista y patriarcal, entre otras demandas.
Aunque son palabras ajenas para muchos, los efectos del patriarcado son tan cotidianos que incluso dejamos de verlos. Se manifiestan día a día en la discriminación y exclusión de las mujeres (y otras identidades sexuales) en todos los planos de la vida, y cuya expresión más cruenta y evidente es la violencia física y sexual.
Son desigualdades que vienen impresas en nosotras desde que nacemos, sin cabida a reclamos o modificaciones. No depende de lo que hagamos o dejemos de hacer. Más compleja aún resulta la discusión cuando nos damos cuenta de que las múltiples discriminaciones que sufrimos las mujeres varían de lugar en lugar.
El análisis desagregado de la encuesta CASEN 2015 muestra que la pobreza multidimensional entre las mujeres chilenas es de un 18,6%. Sin embargo, es considerablemente mayor entre las mujeres indígenas (28%), rurales (30%) y jóvenes rurales (33%).
Estos datos develan que la inequidad no opera de la misma forma para todas las mujeres y que es necesario indagar específicamente en cómo el espacio y la etnicidad operan agravando la inequidad y opresión de género[1].
Junto a esto, varias de las investigaciones realizadas por Rimisp dan cuenta que en los territorios aislados es donde las violencias están más lejos de ser vistas y denunciadas, donde el Estado y sus instituciones han estado más ausentes para brindar los apoyos requeridos por las mujeres para superar situaciones de violencia, y también donde es más difícil para las mujeres reunirse y generar instancias de discusión que les permitan cuestionar las injusticias de las que son sujetas (Rimisp, 2015).
En esta línea, un desafío para el movimiento feminista es llegar a todos lados y a la diversidad de mujeres, sumando sus perspectivas, experiencias, ideas y posiciones. Comprender esta heterogeneidad enriquecerá el contenido de la lucha de las mujeres y permitirá sumar voluntades a la transformación estructural.
El objetivo último es claro: que cada quien pueda vivir su vida libre de violencias, que cada mujer pueda realizar el proyecto de vida que más le movilice, que nuestro sexo, identidad u orientación sexual no defina los límites de nuestras posibilidades.
Que esta energía transformadora, que emerge principalmente en las ciudades y sus instituciones académicas, permee cada rincón del país, cuestionando aquellas prácticas naturalizadas, y haciendo temblar cada estructura añeja.
[1] Estos datos fueron construidos por Rimisp y forman parte del Observatorio de Género e Interseccionalidades, a lanzarse durante Junio.
Valentina Cortínez O’Ryan Investigadora adjunta en Rimisp-Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural