Escrito por 12:00 am Salud, Sin categoría

¿Quién educa a quien nos cura?

En 2015 la Revista México Social presentó de una manera clara y objetiva el problema de la enseñanza de la medicina en México y la situación de los médicos al graduarse después de siete años de estudios. Para comprender esta inquietud es necesario conocer la diferencia entre “enseñar” y “educar”


Enseñar es instruir, doctrinar con reglas o preceptos, dar advertencia, ejemplo o escarmiento que sirva de experiencia o guía para obrar en lo sucesivo. La instrucción médica se adquiere de los profesores en las aulas; la educación médica en los consultorios y hospitales, y necesita la presencia y asesoría del maestro.

Así, el profesor proporciona el conocimiento (informa), y el maestro adiestra en su utilización óptima (forma). El profesor es “existencia”; del profesor obtenemos datos, hechos, cifras, conceptos, mecanismos y acontecimientos; del maestro derivamos lo que se conoce como educación, que consiste en modificar nuestro comportamiento en vista de la información aprendida. El profesor enseña con lo que dice o con lo que hace; en cambio el maestro no solo enseña con lo que dice y con lo que hace, sino principalmente con lo que “es”. El profesor es “existencia”; el maestro es “esencia”.

La educación médica se logra en los hospitales ante los pacientes encamados, con la presencia del maestro, escuchando sus preguntas, observando la exploración y comparando nuestros hallazgos durante la misma con lo señalado por el maestro.

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La clínica es insustituible para establecer la relación médico-paciente y tratar al enfermo como un ser humano y no como un vehículo automotor: la deshumanización, una de las características de nuestro tiempo.

La finalidad de nuestras escuelas de medicina es formar médicos para la atención primaria con conocimientos, destrezas, actitudes y valores que le permitan atender a los pacientes en el primer escalón de salud, aplicando las competencias genéricas de la medicina (intervención, comunicación, planeación, investigación, educación y diagnóstico).

La mayoría de las más de 130 escuelas de medicina que existen en México carecen de hospital de enseñanza propio; algunas lo están supliendo con “simuladores”, pero la enseñanza de la clínica es “realidad virtual”, lo que desplaza la relación médico-paciente y maestro-alumno, elementales en la práctica profesional.

Este problema se vivió desde principios del siglo pasado en Estados Unidos, ante lo que se creó una Comisión Senatorial para investigar las razones, cuyo resultado fue suprimir las escuelas de medicina que carecían de un Hospital de Enseñanza; esta decisión fue esencial en la solución del problema.

La educación continua del médico se basa en dos premisas que no por obvias deben dejar de citarse constantemente: la primera es que los rápidos avances en los conocimientos científicos y técnicos obligan a mantenerse perfectamente informados; y la segunda, que muchas deficiencias en la atención médica ocurren por falta de actualización y pueden corregirse mediante una educación constante y sistemática.

La responsabilidad de la formación de médicos generales está en manos de las universidades, y la Secretaría de Salud conduce el liderazgo para la formación de los dos niveles siguientes de la enseñanza médica (especialidad e instituciones de tercer nivel), definiendo sus objetivos de acuerdo con el nivel de enseñanza, precisando sus necesidades y actuando conforme a sus recursos.

Debemos enseñar al médico hacerse “humano(a)” (una persona que se compadece de las desgracias de sus semejantes). Cuando el médico tecnócrata se olvidó del “hombre/ mujer”, comenzó el fracaso de la piedra angular de la medicina: la relación médico-paciente, y esa ruptura afectiva pronto tuvo efectos desfavorables, pues al perder el enfermo la confianza (¡la fe!), no solo la esfera espiritual se vio afectada, también se vieron negativamente influidos los resultados terapéuticos.

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Por ese camino solo se trata a la “enfermedad” y no al “enfermo”, olvidando que este último vive, siente y sufre del padecimiento, por lo cual puede llegar a modificar el curso de “su enfermedad” de acuerdo con sus propias expectativas acerca de ella y la circunstancia que le rodea; de tal suerte que la modificación física de un padecimiento puede ser resultado de la actitud mental y espiritual del que la padece.

Se diga como se diga, para poder triunfar sobre la “enfermedad” se necesita siempre la colaboración del “enfermo” y ésta dependerá básicamente de la confianza que tenga en su médico.

Los triunfos inmediatos surgidos de esa misma tecnología a la larga se pagan y con creces, lo que constituye la “némesis médica”. Son esas deudas las que hoy campean en forma alarmante por toda la patología. La historia milenaria ha demostrado que todo tiene un precio, y cuando los errores son de tamaña magnitud y naturaleza, el precio a pagar es igualmente alto.

En el campo de la Física los “triunfos” materiales son útiles casi al cien por ciento, e incluso a veces es necesario “olvidarse” del hombre para poder interpretar adecuada y objetivamente las “señales” del universo. En cambio, en el área de la Biología, esos mismos “triunfos” logrados a costa de olvidarse de la esencia humana, pueden traer consigo como castigo la “desnaturalización”.

En lo antropológico, los triunfos materiales pagan un precio todavía más alto: la “deshumanización”, y en el área médica estos dos últimos “castigos” se manifiestan como desnaturalización de la medicina, “aparatización” y deshumanización del médico, es decir, “cosificación” del enfermo y tecnocratización del médico.

Es por eso que de un tiempo para acá han surgido los gritos de alarma en contra de la conducta del médico asistencial. La consecuencia final de ésta: “la medicina triunfante en lo material conduce a una patología nueva de tristes consecuencias en el terreno mental, espiritual y hasta físico”.

Es verdad que la medicina tecnificada logró yugular casi todas las enfermedades infecto-contagiosas, y que la traumatología, la ortopedia y la cirugía se han beneficiado enormemente de ella, pero también es cierto que al compás de este “Siglo de Oro de la Medicina Científica” se abrieron las compuertas de otra patología característica de nuestra misma era: estrés, neurosis, depresión, drogadicción psicosis, suicidio, y todo el capítulo de las enfermedades psicosomáticas (infarto, úlceras, etcéra).

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Por las razones mencionadas anteriormente, el Maestro Oriol Anguera, en su Colección de Breviarios Antropológicos “¿Qué es el hombre?” nos enfatiza los “Peligros de la Enseñanza Superior” (1960), y en la introducción de su texto “Filosofía de la Ciencia” (1994) señala la conveniencia de cursar la materia en el ciclo de las carreras biomédicas en el Instituto Politécnico Nacional, mencionando que sería más justo llamarla “Ciencia de las ciencias”.

Las universidades deben hacer hombres y mujeres con la responsabilidad de saber “ante qué debo indignarme”, o ante “quién debo descubrirme; es algo equivalente a un código espiritual, código de nuestra conducta que lleva implícitos los principios de libertad y de democracia, pero también de autoridad y disciplina.

El siglo pasado Heidegger nos dejó un pensamiento que hoy continúa siendo válido: “En ningún tiempo se ha sabido tanto y tan diverso sobre el hombre, como en el nuestro. Ningún tiempo ha sabido exponer sus conocimientos del hombre en forma más penetrante y aguda que el nuestro. Ningún tiempo ha logrado ofrecer sus conocimientos con tanta rapidez, como el nuestro. Pero, también, ningún tiempo, como el nuestro, ha sabido menos lo que es el hombre. Nunca el hombre es más problema que ahora”.

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Manuel Campa
Especialista certificado “In tempore” por el Consejo Mexicano de Ginecología y Obstetricia. Es profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Veracruzana desde 1966. Fue Comisiado de arbitraje médico del estado de Veracruz de 1999 a 2008.
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