por Laure Delalande / Nataly Hernández
En México, la cuestión de la producción agropecuaria en pequeña escala ha transitado paulatinamente desde un reclamo social sobre el acceso a la tierra, surgido a partir de los paradigmas agrarios de la Revolución, hasta debates más contemporáneos sobre la permanencia y funcionalidad de esta forma de producción
En la literatura académica y en el medio de las políticas gubernamentales, se han usado frecuentemente y de indistinta manera las nociones de “campesinado”, “pequeños productores agrícolas” y “agricultura familiar” (Yúnez et al. 2013). Sin embargo, cada definición implica, en términos operativos, considerar a ciertos grupos de productores que notoriamente difieren entre sí, tanto en su cuantía como en sus características.
Una práctica frecuente es definir a los pequeños productores como aquellos que cuentan con hasta cinco hectáreas de tierra para la producción. Con base en esta definición operativa, se sabe que en 2007 existían alrededor de 3.7 millones de unidades de producción (UP), que representaban 66% de las UP en el país, según lo reportado en el Censo Nacional Agrícola, Ganadero y Forestal, realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en ese año.
Por otra parte, el trabajo realizado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) y la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA) (2012b) con datos de la Línea de Base 2008, identifica a un grupo de “productores de subsistencia sin vinculación al mercado” (estrato 1) y a otro de “productores de subsistencia con vinculación al mercado” (estrato 2), como aquellos que obtienen menores niveles de ingresos por la venta de sus productos agropecuarios (nulos en el estrato 1 y con un promedio de 17 mil 205 pesos anuales en el 2).
En el primer caso se cuantificaron 1.2 millones de UP[1], que representaron alrededor del 22% del total nacional calculado para el 2008, mientras que en el segundo se identificaron cerca de 3 millones de UP, correspondientes al 51% del total. Ambos estratos representaron el 73% de las UP en el medio rural durante 2008.
En un estudio posterior, la FAO (2012c) definió el grupo de “agricultura familiar con potencial productivo”, usando los siguientes criterios: que el valor de activos físicos de la UP estuviera por debajo de la media nacional; que el ingreso bruto de la unidad (incluyendo al autoconsumo) fuera “preponderantemente” agrícola, ganadera, silvícola, pesquero o acuícola; que el ingreso bruto de la UP no fuera superior al promedio correspondiente a todas las UP de la Línea de Base 2008, y que el tamaño de la superficie fuera menor a 15.5 hectáreas. El resultado fue la identificación de 2.1 millones de UP de la agricultura familiar con potencial productivo, que representaban 40% del total nacional en 2008.
Por su parte Yúnez, Cisneros y Mesa (2013) definieron la “agricultura familiar”, en el caso de México, como aquella unidad de producción agropecuaria y forestal que usa por arriba del 50% de mano de obra familiar respecto al total de la fuerza de trabajo involucrada en tales actividades productivas. Adoptando este criterio y haciendo uso de los datos del Censo Nacional Agrícola, Ganadero y Forestal, identifican 1.9 millones de UP de agricultura familiar en el año 2007, correspondientes al 35% del total de UP a nivel nacional.
Existen entonces diversas formas de definir operativamente a los pequeños productores en México, las cuales pueden aludir a uno o dos tercios de las UP en 2007, o bien desde una hasta tres cuartas partes del total de UP en 2008. La figura 1 muestra las diferentes proporciones de UP a pequeña escala respecto a los totales nacionales en cada año, según la definición adoptada para su identificación.
Ahora bien, puesto que las definiciones no designan el mismo conjunto de individuos, usar una u otra tiene implicaciones de gran envergadura a la hora de diseñar una política pública dirigida a pequeños productores.
La agricultura familiar es un concepto utilizado de manera cada vez más frecuente a raíz de las publicaciones de la FAO sobre este tipo de agricultura. La defensa de la agricultura familiar parte de la premisa de que ésta provee varios beneficios a la sociedad en general, pues crea empleos en las regiones rurales, a la vez de que tiende a asociarse a sistemas de producción diversos con efectos positivos sobre la riqueza de la dieta alimentaria y el fomento de prácticas de manejo sostenible de los recursos naturales. El diseño de políticas públicas orientadas a los agricultores familiares está relacionado, de forma natural, al reconocimiento, la preservación y el fomento de estos beneficios societales. La provisión de servicios de extensionismo, de créditos accesibles, de maquinaría e innovaciones tecnológicas adaptadas a sus condiciones, y la promoción de esquemas de pagos por servicios de conservación del patrimonio biocultural, son algunos ejes de intervención que pueden responder, por lo menos parcialmente, a las necesidades de estos productores.
Los estratos denominados “de subsistencia” en la tipología de productores de FAO-SAGARPA no son, en estricto rigor, esquemas de producción para la subsistencia. En efecto, la condición de subsistencia alude a la obtención de sustento principalmente a partir de la producción para el autoconsumo, lo cual vuelve altamente probable la situación de pobreza alimentaria. Pero en realidad, si bien estos estratos se caracterizan por consumir la totalidad o una gran parte de lo que producen, la acción de producir para el autoconsumo no implica forzosamente que se trate de una lógica de subsistencia, puesto que en muchos casos las UP correspondientes tienden a ser pluriactivas, con una proporción de ingresos no-agropecuarios que puede llegar a ser muy significativa. Es más, varios análisis han mostrado que la producción para el autoconsumo responde principalmente a una estrategia de reducción de la vulnerabilidad, que de hecho no guarda relaciones con problemas de subsistencia (Carton de Grammont, 2009; Delalande y Paquette, 2007). Ha sido ampliamente documentado el hecho de que, tratándose de minifundios, es menos costosa la adquisición de maíz proveniente de las zonas productoras del norte, que la producción de maíz de forma local.
En este contexto, el cultivo del maíz funge como una garantía, la de contar con alimentos durante por lo menos algunos meses después de la cosecha. Es parte de una estrategia de gestión del riesgo más general, según la cual las actividades desempeñadas por cada miembro de la familia son el resultado de una valoración entre el nivel de ingresos que representan, los riesgos que conllevan, la inversión que implican (incluyendo el costo de ocupación de un miembro de la familia) y las necesidades específicas de la familia en el momento considerado.
De esta forma, una política dirigida a productores que siembran principalmente para su autoconsumo debería alinearse a una estrategia más amplia que busque ayudar a las familias y los individuos a enfrentar su condición de vulnerabilidad. Por ejemplo, intervenciones sobre la seguridad alimentaria de la familia, vía el reforzamiento de sus sistemas de autoconsumo; iniciativas de formación en educación nutricional y educación financiera, y el fomento del acceso a servicios financieros son algunos ejes de intervención que van de la mano con una perspectiva de reducción de la vulnerabilidad de los individuos.
Finalmente, la división de grupos de productores por número de hectáreas –si bien es de gran ayuda para establecer y actualizar diagnósticos sobre la situación del campo– difícilmente puede llegar a ser pertinente para políticas públicas, pues requieren diseños más sofisticados que, por ejemplo, los programas de transferencia directa. Los productores con menos de 5 hectáreas abarcan un sinnúmero de tipos de sistemas de producción con funciones, lógicas y tecnologías del todo diferentes. Por ejemplo, ya hemos descrito de qué forma la actividad agropecuaria puede fungir como una estrategia para reducir la vulnerabilidad de los individuos; en otros casos, se trata de una actividad empresarial que genera ingresos suficientes para el mantenimiento de la familia. Homogeneizar de forma artificial a este mosaico de productores puede tener efectos negativos en términos de política pública, al incentivar el diseño de soluciones genéricas, poco adaptadas a las necesidades reales.
Ahora bien, los análisis presupuestarios basados en el número de hectáreas por UP muchas veces apuntalan a problemas de justicia redistributiva de los recursos públicos entre los grandes productores y los pequeños productores. Si bien están ampliamente documentadas las implicaciones del problema de regresividad de los subsidios del sector agropecuario (Fox y Haight, 2010; Robles, 2017), asimilar de forma automática dicha regresividad a temáticas de justicia redistributiva tiene el riesgo de condicionar el debate sobre las políticas rurales en torno a una retórica de distribución presupuestal que ignore las necesidades concretas de la población productora. Una tarea es denunciar al bajo nivel presupuestario destinado a los pequeños productores, escandalosamente diminuto si se compara con los niveles de subsidios que reciben los productores y agro-empresarios más favorecidos del país, y otra tarea, más ardua e indispensable, es construir un proyecto de nación que contemple al sector agropecuario en su totalidad, con su inmensa diversidad, sus distintas problemáticas y aportes para la sociedad tanto en términos económicos, como sociales y ambientales.
Cualquier proyecto político relacionado con los pequeños productores tiene que partir de una definición de este grupo poblacional cuya instrumentalización responda a una visión más amplia del proyecto de México para sus sectores agropecuario y rural. Es recomendable además que, a partir de la definición adoptada, se trabaje con una tipología que permita diferenciar las intervenciones según la gran diversidad de contextos ya señalada.
En adición a la cuestión de la pertinente definición e identificación del grupo de pequeños productores para fines de política pública, es evidente la obsolescencia de la información disponible sobre el sector agropecuario. La necesidad de recabar información actualizada y oficial debe ser un asunto prioritario; mientras siga suspendida la elaboración del censo, no será posible conocer aspectos básicos e indispensables para estudiar el sector, tales como la cantidad de producción, condiciones sociodemográficas de los productores, implicaciones medioambientales o uso de fertilizantes, entre otros.
Para cerrar este artículo, citamos a Arturo Warman, quien fundamenta con mucha claridad el punto central de nuestro argumento:
“La uniformidad ilusoria del sector rural, que sustentó muchas de las posiciones y aproximaciones a los problemas del campo y no pocas políticas públicas, no puede prolongarse ni repetirse. (…) Esa diversidad que rechaza las recetas no puede omitirse. (…) El desarrollo del campo es asunto serio, cobra caro las improvisaciones y las ocurrencias” (2001, pp. 141-142).
Laure Delalande y Nataly Hernández son investigadoras de Rimisp, Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural www.rimisp.org | Contacto: ldelalande@rimisp.org / nhernandez@rimisp.org
Referencias:
[1] En el trabajo de FAO-SAGARPA (2012c) la unidad económica rural corresponde a la unidad de producción en el sector agropecuario y pesquero.
Las pastorelas, una de las tradiciones más icónicas de la Navidad en México, son mucho…
Las historias no son totalmente ciertas o falsas, se nutren entre verdades, perdidas entre recuerdos…
La Navidad, con su mensaje de esperanza y renovación, ha inspirado a artistas mexicanos a…
Le consultamos a ChatGPT cuáles son los seis platillos más populares que se preparan en…
El pasado martes 17, la inteligencia mexicana perdió a un extraordinario exponente al sobrevenir el…
Los villancicos forman parte esencial de la tradición navideña en México, mezclando elementos religiosos y…
Esta web usa cookies.