La transición mexicana a la democracia ha sido un proceso “gradual y sin quiebres radicales”, a diferencia de otros casos en el mundo, en los que se da a partir de “una ruptura profunda con el pasado”.
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En ese sentido, los cambios que transformaron nuestro sistema político se generaron derivados de “una modificación paulatina de las reglas del juego de acceso y ejercicio del poder”.
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De acuerdo con Lorenzo Córdova, las reformas que dieron origen a nuestro sistema democrático comenzaron en 1977 y fueron provocando cambios en el sistema de partidos, en la modificación de los equilibrios políticos resultantes de las elecciones, en las condiciones de la competencia electoral, en las demandas de nuevos cambios a las mismas reglas del juego, en el reconocimiento y garantía de nuevas libertades y derechos y en la creación de mecanismos e instituciones de control del poder.
En 1990 se creó el IFE como un órgano constitucional fuera del control del gobierno, aunque su autonomía plena se lograría hasta 1996 cuando el secretario de Gobernación dejó de ser presidente del Consejo general del IFE. Su objetivo, desde su creación fue el de organizar todas las etapas de las elecciones.
Por otra parte se constituyó el Tribunal Federal Electoral como el órgano jurisdiccional encargado de revisar la legalidad de los actos del IFE y posteriormente de calificar las elecciones de diputados y senadores para, finalmente, ya como Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, también las elecciones presidenciales.
Coincido con José Woldenberg cuando indica que “el fraude y sus prácticas son cosas del pasado, son piezas de museo de la deshonra política, a donde la ciudadanía las ha enviado gracias a las reglas e instituciones que hemos diseñado, mantenido y fortalecido a lo largo de las últimas décadas”.
En ese sentido, las instituciones electorales han sido y serán fundamentales para la vida democrática del país. Sin la presencia de éstas no hubieran sido posibles las alternancias del poder en la Presidencia de la República que hemos experimentado en el presente siglo, ni en las gubernaturas, pasando, por supuesto por las distintas integraciones del Congreso de la Unión conformadas por mayorías de distintos partidos políticos desde 1997. Por tanto, nuestras instituciones electorales son artífices de que hayamos recorrido todo el espectro político, con gobiernos y representantes tanto de derecha como de izquierda, situación que sólo es posible en las democracias avanzadas.
Por otro lado, la solidez de dichas instituciones permitieron concretar satisfactoriamente un proceso electoral tan complejo como el que acabamos de vivir. Complejo no sólo porque se eligieron el mayor número de cargos en la historia de nuestro país, sino porque además tuvo que sortearse, con éxito, en medio de una pandemia como la del COVID-19 y de un contexto de violencia contra candidatos como no se había experimentado.
Finalmente, y no menos importante, es el terreno que se ha ganado en cuestiones fundamentales como la paridad de género y la inclusión de las minorías en los procesos electorales, gracias a los acuerdos y decisiones que se han tomado tanto en el INE como en el TEPJF.
Con base en lo anterior, queda claro que las instituciones electorales son dos de las herramientas más importantes de las que puede echar mano la democracia para hacer frente a los obstáculos, avanzar y consolidarse.
Como podemos observar, el camino hacia la democracia ha sido largo y nada sencillo y en este andar, no podemos dejar de considerar que, como la roca a la que golpea el mar de manera constante, las instituciones sufren desgaste.
Desde su creación, más allá de su función esencial, tanto el INE como el TEPJF han enfrentado ataques de las fuerzas políticas inconformes con sus decisiones. Los principales pilares, autonomía y legitimidad, de las instituciones electorales han sido puestos en entredicho para intentar derribarlas. Si bien, frente al agotamiento del régimen político, en un principio los partidos reconocieron la necesidad de dichas instituciones, no paso mucho tiempo para que se percataran de la incomodidad de tener un árbitro y un juez en el juego, que actúan y deciden conforme al derecho.
Recientemente, se han escuchado nuevamente muchas voces que consideran que las instituciones electorales deben reformarse. Dichas propuestas van desde reformas “de gran calado”, la “refundación” de los órganos electorales, hasta otras menos profundas.
Como lo ha señalado Woldenberg: “la única vía legítima y legal para ocupar espacios públicos, son las elecciones, por lo que se requiere defender, mediante el voto, la democracia y la coexistencia pacífica de nuestra diversidad política”.
Considero que las reformas siempre son importantes para actualizar y modernizar instituciones vivas en contextos cambiantes a lo largo del tiempo. También creo que dichas reformas deben de ser objetivas, muy estudiadas y reflexionadas para que los ajustes sean verdaderamente trascendentes y no correr el riesgo de romper lo que no está roto.
Para ello es necesario que tanto los representantes de dichos organismos, como los distintos actores políticos involucrados, actúen dentro de un ambiente de diálogo cordial y ordenado, transparencia, rendición de cuentas y generación de acuerdos, con el fin de que las instituciones puedan evolucionar, adaptándose a los nuevos tiempos, siempre dentro de un marco de legalidad e independencia.
Recordemos que debemos buscar que las acciones del hoy impacten de forma positiva en las generaciones venideras, que perduren y mantengan su legitimidad, para no regresar a modelos y prácticas del pasado.
Al realizar la reforma electoral, debemos preguntarnos no si es riesgosa o no, sino qué tanto ganaremos o perderemos en el terreno democrático, y ello dependerá de la visión y el diseño que se proponga.
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