El desvarío es definido como “un accidente que sobreviene a algunos enfermos, de perder la razón y delirar”, pero también como “monstruosidad, cosa que sale del orden regular y común de la naturaleza”. Es la segunda acepción la que se retoma aquí, porque es urgente destacar que, en nuestro contexto, no sólo se ha perdido la cordura, sino que, además, la realidad se ha tornado monstruosa.
Los sádicos y los cínicos campean por todos lados sin que haya autoridad, literalmente competente, que pueda enfrentarlos con eficacia y reducir la cruenta masacre que se ha esparcido por todo el territorio nacional y con más de 100 mil muertos en lo que va de la presente administración: así, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, hasta abril de 2017 se habían contabilizado poco más de 14 mil homicidios, la cifra más alta de la última década para el primer cuatrimestre de un año.
La ciudadanía, impávida (y en amplios sectores empobrecida e ignorante), no aprende la lección; y los partidos políticos, todos, han convertido a la disputa electoral en el frívolo juego de “quítate tú para ponerme yo” y no en un proceso inteligente de diálogo y discusión política en el que llegar al gobierno y a la representación dependa del mejor discurso y de las mejores propuestas para garantizar bienestar social y prosperidad económica.
A nuestra clase política puede aplicársele el aforismo de Nietzsche, titulado ¡No tocar!; en él sostiene: “Hay personas nefastas que, en vez de resolver un problema, lo embrollan y lo hacen difícilmente resoluble para todos los que quieren ocuparse de él. A quien no sabe dar en el clavo por la cabeza debe rogársele que no toque el martillo”.
Miguel de Unamuno nos hizo ver que la existencia es siempre trágica, lo cual no implica asumir que sea invivible: mientras dure, hay que hacer de ella una fiesta con ires y venires, de la comedia al drama y del drama a la tragedia, para descender a la sátira y al misterio nocturno, al que alguna vez le cantara Novalis.
Decía Monsiváis, con razón, que en México el surrealismo devino en costumbrismo; pero ahora estamos en otra etapa, en la que el sadismo se convirtió en regla política y desenfreno criminal. Hacer el mal, asesinar, extorsionar, secuestrar, violar, se han convertido en verbos rectores de una narrativa escrita sobre renglones torcidos y con letras deformadas.
Lo monstruoso es norma; ésa es nuestra gran fractura. Lo grotesco se ha convertido en regla estética, y lo despreciable en guía de actuación para quienes tienen la responsabilidad de dirigir y dar sentido a una nación atribulada y dividida por la pobreza y por patologías sociales como la misoginia, el racismo y todas las formas concretas en que se expresa la discriminación.
Millones corren para alcanzar mendrugos de pan. Millones viven atrapados en la frivolidad del consumo absurdo y la lógica infinita de la acumulación envidiosa. Millones claman por dignidad y justicia, y millones más carecen de todo, porque han sido mutilados, o peor aún, se han mutilado a sí mismos, en su capacidad y potencia como seres espirituales.
Despojar a un pueblo de una ruta y un sendero despejado hacia el bienestar implica primero despojarlo de líderes auténticos -de aquellos cuyas acciones resultan siempre ejemplares y dignas de ser replicadas-; por ello nuestro andar extraviado y nuestra pérdida de sentido.
Emil Ciorán sentenció: “Todas las aguas tienen el color del ahogamiento”. Una visión trágica, pero también provocadora en contextos como el nuestro, en el que es urgente asumir, de una vez por todas, la disyuntiva: o andamos la marcha de los locos y nos enfilamos al despeñadero, o clarificamos nuestras aguas y las convertimos en un remanso para la paz y la reconciliación y con ello nos salvamos de morir ahogados en el desvarío que, por no atajarlo a tiempo, hoy amenaza con engullir todo y a todos.
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