por Gilberto Rincón Gallardo (In memoriam)
Con demasiada frecuencia, los debates políticos y las discusiones académicas dan por garantizada la existencia de instituciones o complejos institucionales que, a fuerza de estar instalados en el horizonte cotidiano de una sociedad como la nuestra, parecen inamovibles e invariables. Se trata de entidades con las que hemos establecido una curiosa familiaridad: la hemos contemplado siempre de manera difusa y lata, pero las echaríamos de menos en seguida si desaparecieran de nuestro espacio de actividad social. Son, en pocas palabras, instituciones que nos han acompañado por tanto tiempo que ya forman parte de nuestra identidad y referentes públicos, pero que, al mismo tiempo y de manera paradójica, continúan siendo grandes desconocidas para la mayoría de nosotros. Me atrevo a decir que éste es el caso de las instituciones asistenciales en México.
Lo hemos visto durante largo tiempo como parte esencial de la actividad gubernamental y social del país, pero también hemos ido derivando su discusión hacia terrenos sociopolíticos laterales y no siempre coincidentes con los “grandes problemas nacionales”.
Acaso una de las razones que podría explicar esta singular forma en que las instituciones asistenciales “están y no están” en la discusión pública y el debate académico provenga de su bajo perfil conceptual y político. La asistencia social es vista por muchos ciudadanos y, desafortunadamente, por numerosos gobernantes, como una tarea de reparación parcial y coyunturalmente determinada; como una actividad que ha de cubrir los huecos y aceitar los mecanismos precisos para que las verdaderas grandes tendencias “la producción económica, la competencia política, la estabilidad social” puedan darse sin mayores tropiezos. Todavía, para no pocos de los sujetos que definen las prioridades de la gestión estatal y el consecuente gasto público, la asistencia social parece ser una cuestión política complementaria, un incómodo, aunque necesario, compromiso con sectores sociales de los que poco puede esperarse en términos de retribución legitimadora o intercambio político.
La misma palabra asistencia, bajo cuya enunciación se engloba una amplia y heterogénea serie de políticas e instituciones públicas y privadas, parece arrastrar todavía la marca peyorativa que su ilustre antecesora, la beneficencia, dejó impresa en las actividades de ayuda y apoyo a las personas situadas en las posiciones sociales más débiles.
Sin embargo, a poco que se reflexiones sobre la cuestión, se hace evidente que lo que llamamos asistencia social es uno de los reclamos esenciales e impostergables de una sociedad como la nuestra. En una sociedad traspasada por tal cantidad de carencias y desigualdades, la asistencia social no sólo debe ser reformulada para no interpretarse más como una actualización de la caridad benefactora que fue su origen histórico, sino también para mostrar que su función sólo tiene sentido en el marco más amplio de la búsqueda de una sociedad más equitativa y más participativa. En este tenor, las instituciones de asistencia social y, de manera obligada, los proyectos gubernamentales que las dirigen, tienen la obligación, no de tapar los huecos y aceitar los mecanismos para que el conjunto del sistema social siga funcionando como suele hacerlo, sino de revertir las condiciones generalizadas de pobreza, marginación y vulnerabilidad que son la fuente de gran parte de nuestros mayores y más dolorosos problemas de convivencia social.
Por ello se hace necesaria una nueva perspectiva acerca de la asistencia, una visión de ella que revele tanto la complejidad y urgencia de los retos que actualmente enfrenta, como su vinculación al secular problema de miseria y rezago social de la nación.
Aunque tenemos conocimiento del hecho de que nuestro país arrastra una larga cauda histórica de miseria y desigualdad, no deja de causar sorpresa el recuento de los variados mecanismos utilizados en el pasado para enfrentar estos problemas. A lo largo de casi tres siglos se sucedieron y embonaron las instituciones destinadas a aliviar el sufrimiento de los grupos sociales más desfavorecidos. Durante la mayor parte de nuestra historia nacional el término paradigmático es el de “caridad”. En efecto, esta virtud de inspiración cristiana se planteó como la perspectiva de moral pública que dio lugar al surgimiento de las instituciones de beneficencia del país. La cristianización de México implicó, en este terreno, la prevalencia durante un largo periodo de una visión caritativa y misericordiosa ante el sufrimiento de los otros.
Esta visión conjugó, en una simbiosis explosiva, la compasión por el que sufre con la convicción de que su lugar en la sociedad no está sujeto a discusión. La caridad cristiana, matriz moral y valorativa de la beneficencia, mostraba así una ambivalencia definitoria: por un lado, reclamaba de manera sincera la solidaridad con los que sufrían; por otro, no concebía que este sufrimiento y desprotección transparentara condiciones sociales de injusticia, abuso y explotación. En suma, no existía a la base de este modelo de ayuda social una percepción crítica del origen de la marginación y el desamparo, es decir, una percepción del origen sociopolítico de esas asimetrías sociales. Por ello, el modelo social de beneficencia construido sobre este paradigma valorativo no pudo ser otro que el de la atención privada y eclesiástica a los grupos e individuos marginados.
De hecho, no sería sino hasta la época de la Reforma que este estado de cosas empezaría a cambiar. Sólo la desamortización de los bienes eclesiásticos y la reducción de las prerrogativas de las instituciones religiosas podía permitir la creación de instituciones públicas y, con ellas, el surgimiento de la idea misma de un Estado constitucional de derecho. Sin embargo, incluso hasta ya entrado el siglo XX, durante el porfirismo, todavía imperaba la visión de la beneficencia como caridad y misericordia antes que como derecho ciudadano o demanda política reivindicativa.
En todo caso, el problema de la caridad y la misericordia como criterio único de la acción social frente a los débiles no reside en que esté originado en el cristianismo, sino en que tienden a difuminar y olvidar las razones políticas y económicas que originan las situaciones de desamparo y vulnerabilidad. Las instituciones asistenciales de una sociedad democrática no pueden reducirse a una reproducción ampliada de la beneficencia privada, sino que tienen que ser establecidas como puntos fijos de una política de Estado.
Entre la beneficencia y la asistencia sociales media no sólo un cambio terminológico ya de suyo significativo, sino también una verdadera modificación de la semántica política presente en la tarea de auxiliar a quienes se hallan en situaciones de grave desventaja. Sólo una crítica democrática de nuestra propia sociedad nos puede permitir este paso de la beneficencia como mera generosidad y desprendimiento a la asistencia como obligación gubernamental y prioridad social.
Para la asistencia como obligación política gubernamental todo acto que se quede corto respecto del problema a resolver es un fracaso moral y político. En este sentido, no es gratuito que el cambio de nomenclatura de las instituciones de beneficencia en México tuviera como justificación una reivindicación del compromiso gubernamental con una idea de asistencia como derecho ciudadano.
Sin embargo, este reconocimiento de la obligación gubernamental de proporcionar atención a los sectores más débiles de la sociedad no establece, por sí mismo, ni la condición institucional ni la fuerza reformista de las políticas públicas orientadas a la asistencia social. No basta con que el gobierno haga suya la responsabilidad de las líneas estructurales de la asistencia social, sino que tiene la obligación de ampliar estas líneas bajo el modelo de un Estado distributivo y de bienestar.
Sólo en la medida en que una reflexión acerca de la asistencia social sirva para reformar y fortalecer la política social en su conjunto, podrá decirse que el estrecho concepto de la asistencia como cobertura de huecos y engrasamiento de la maquinaria social empezará a ser superado.
La asistencia social no debe quedarse en el limitado terreno de ayuda a los más desafortunados para paliar las consecuencias de su situación, sino que tienen que asumir una función activa y constructiva para prevenir las situaciones de debilidad y vulnerabilidad sociales. El perfil de las instituciones de asistencia social en una sociedad moderna y plural debe estar definido por un compromiso moral y político con la promoción de las capacidades básicas de todos los miembros de la sociedad y, con mayor énfasis, de aquellos que por razones sociales o por mala fortuna se hallen en una situación prolongada de desventaja.
La ampliación de la perspectiva de la asistencia social al terreno de la política social en su conjunto, nos enfrenta directamente con los dilemas de la desigualdad y vulnerabilidad característicos de una sociedad como la nuestra. Una concepción realista de la sociedad nos obliga a reconocer que todas las relaciones sociales funcionan bajo la lógica de la especialización y la diferenciación. Sin embargo, este reconocimiento no puede conducirnos a la justificación de diferencias y desigualdades que son evitables y que impiden el desarrollo integral de las potencialidades y talentos de los individuos. Retomando la idea de John Rawls, puede decirse que las únicas desigualdades que una sociedad democrática puede justificar son aquellas que promueven el bienestar de los miembros menos aventajados de esa sociedad.
En la base de las políticas públicas asistenciales debe existir una visión moral del ciudadano que permita la definición de las metas a alcanzar y el diseño de los medios que las hagan asequibles. Pese a los indiscutibles logros en salud, educación y atención a la niñez que el Estado mexicano posrevolucionario ha podido generar, lo cierto es que difícilmente podría decirse que ha consolidado un modelo de justicia social a la altura de los requerimientos de sus propios ciudadanos en tanto que personas morales y ciudadanos dotados de derechos fundamentales.
Sin duda, la concepción de una sociedad justa y distributiva va más allá de una interpretación funcionalista de las instituciones de asistencia social. No obstante, la única posibilidad de definir tanto las limitaciones objetivas de las políticas efectivas de asistencia social, como el perfil de las tareas que deberá plantearse en el futuro, depende en mucho de la formulación de un modelo normativo de sociedad democrática caracterizado por una plena “inclusividad”. Puede decirse que la única vía para lograr que la asistencia social pueda ir más allá de una función meramente restauradora está establecida por su encuadramiento dentro de un proyecto global de justicia social democrática.
Es en este sentido que las instituciones “sociales” de un régimen democrático “dentro de las cuales se cuentan, por supuesto, las asistenciales” deben estar orientadas a la distribución legal, legal y sistemática de la riqueza social. La única justificación pública de un sistema democrático reside en su capacidad de elevar la calidad de vida y las expectativas de los ciudadanos que lo componen, y el diseño de una sociedad de instituciones justas es, simultáneamente, un reclamo ciudadano y una obligación gubernamental.
Necesitamos evaluar la función y alcances de las instituciones sociales en México; contemplarlas no como el único resultado posible de nuestra historia compartida, sino como el fruto de determinados equilibrios de poder o de concepciones de la sociedad y prácticas políticas no siempre respaldables o asumibles desde un punto de vista democrático.
El lenguaje político contemporáneo define como “política social” al conjunto de estrategias y funcionamientos institucionales destinado a enfrentar lo que genéricamente puede definirse como problemas de “justicia social”. En un país como el nuestro, en el que la asimetría en la distribución de la riqueza y el abanico de las desigualdades son tan dramáticos, la cuestión social, vale decir, los retos compartidos de justicia social, se define fundamentalmente como una tarea de reducción de pobreza. En este marco, la evaluación de las instituciones que atienden las cuestiones de justicia pública pasa por el reconocimiento de que la reforma social en clave equitativa debe abocarse a una tarea de distribución de la riqueza social y a la promoción de quienes ocupan las posiciones sociales menos afortunadas. En este sentido, el sistema de instituciones que atienden la cuestión social debe orientarse más a la reducción de las condiciones de pobreza generalizada que a la mera función de paliar sus consecuencias.
La reforma de las instituciones de asistencia en México no puede ser la tarea de una “gerencia social” guiada sólo por criterios de maximización y eficiencia. Su posibilidad de cambio efectivo reside en su vinculación con un proyecto político razonable y compatible con el sistema de instituciones democráticas y republicanas que con tanto esfuerzo estamos construyendo.
Una perspectiva crítica de la política social en nuestro país nos lleva a la conclusión de que la reforma estructural de las instituciones de asistencia pública sólo será posible como resultado de su sujeción a una más amplia reforma del Estado mexicano, y reformar el Estado implica generar una estructura política estable, legal e institucionalmente garantizada; un marco público de acción para la actividad política regular que haga fructíferos la competencia y el disenso políticos. Este punto está en conexión directa con la situación de las instituciones asistenciales.
Uno de nuestros grandes retos políticos es hacer de la agenda asistencial y de bienestar un asunto de Estado, es decir, una prioridad nacional reconocida por los diversos actores que concurren a la competencia y al debate políticos.
El gran desafío contenido en esta tarea reside en que ha de realizarse sin violentar el necesario pluralismo político y las legítimas diferencias entre los programas políticos de una sociedad tan compleja como la nuestra. Por esta razón, la reforma del Estado mexicano requiere no sólo que los actores políticos relevantes tengan la información suficiente acerca de los problemas legales y de diseño institucional que esta complicada tarea supone, sino que posean también la imaginación, la perspicacia y el compromiso políticos para doras a la negociación de una calidad democrática y constitucional más allá de toda duda razonable acerca de posibles compromisos parciales.
En el contexto de una reforma democrática e incluyente del Estado mexicano, el tema de la igualdad debe ocupar un lugar central. Las tareas de las instituciones públicas deben ser establecidas bajo el criterio de que una reforma política en el marco de una sociedad con tantas formas de desigualdad sólo tiene sentido si logra romper con la lógica perversa de la injusticia en todos sus niveles.•
* Extracto del prólogo de Gilberto Rincón Gallardo al libro La asistencia social en México, Historia y perspectivas, de Mario Luis Fuentes
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