por Carlos Arteaga / Carla Arteaga
<<La justicia social debe radicar en el restablecimiento del orden de valores, tanto individuales como sociales; en la afirmación de la ineludible necesidad de proporcionar al hombre una situación de bienestar mínimo, por debajo de la cual queda imposibilitado para el cumplimiento de su fin personal>>
Mario de la Cueva
Una primera reflexión que nos planteamos para el abordaje de este tema, siempre polémico y controversial, es que si todos hablamos de la justicia significa que la conocemos, ¿o cómo sabemos cuándo algo es justo y cuándo no? Pero, ¿qué es la justicia?, ¿la justicia existe? Por tanto, para dilucidar si la justicia existe o no tenemos que intentar definir qué es, considerando de cuántas discusiones ha sido motivo esta palabra. Ni siquiera los grandes filósofos griegos, preocupados por entender y darle un orden al mundo, pudieron llegar a un acuerdo sobre su significado.
La justicia está ausente en la filosofía de Tales de Mileto; Anaximandro parece anunciar una evolución dirigida por la justicia, pero no dice qué entiende por ella; en Parménides la justicia tiene dos aspectos: uno equivalente a la verdad y otro a la necesidad. Heráclito tampoco responde la pregunta; sin embargo, vale la pena rescatar de éste el hecho de atribuirle a la justicia un sentido de valor, Platón –en voz de Sócrates– trata de definir a la justicia en el diálogo que mantiene con Trasímaco en La República, concluyendo que se trata de una virtud que radica en el alma. Aristóteles, en cambio, habla de dos tipos de justicia, la distributiva y la conmutativa.
Ante esta diversidad de significados parece difícil afirmar a qué justicia nos referimos los seres humanos en diferentes momentos de nuestra existencia: ¿qué significa cuando alguien “pide justicia” o se refiere a una situación como injusta?; ¿por qué calificamos situaciones individuales como justas o injustas; o qué tendría que ver la justicia, por ejemplo, en un partido de futbol, con un reclamo social, o con una necesidad personal?
Todos creemos saber qué es la justicia, suponemos conocerla, presumimos reconocer y diferenciar situaciones y actos justos de los injustos y por lo tanto no dudamos de su existencia, aun cuando a veces parecería solo una idea, un ideal, y es que además referirnos a ella implica distinguirla entre un sentido individual y uno social. Por ello resulta difícil articular una única definición de justicia.
En cuanto a la distinción de la justicia como algo individual o social habremos de considerar que el hombre no vive aislado, y ya lo afirmaba Aristóteles al definirlo como un zoon politikon; y, por lo tanto, la justicia como un valor debe, además de mantener una percepción individual, adquirir cierto sentido generalizado, como una cualidad del orden social, tal como lo señaló Kelsen (2008). Bajo esta concepción, la justicia puede ser considerada como uno de los fines de los órdenes normativos, o como bien lo afirmó Radbruch (1944) respecto a que la idea del Derecho no puede ser otra que la justicia, y de ahí su notable aportación al Derecho, que se conoce como fórmula de Radbruch, donde postula que el Derecho extremadamente injusto no es Derecho.
Aristóteles planteaba dos especies de justicia, una distributiva o general y otra rectificadora o particular, según se trate de relaciones entre el Estado y sus ciudadanos o solamente entre estos últimos. En el primer caso la justicia podría identificarse con normas generales orientadas a la igualdad; en tanto que en el segundo caso sería con la sentencia o solución de un juez, o cualquier persona autorizada para decidir, ante la cual se plantea la desigualdad y quien procurará igualar las cosas mediante los recursos legales de los cuales dispone.
Tomando en cuenta lo anterior, puede entenderse la existencia de los dos ámbitos de la justicia a que hacíamos referencia: el social y el individual. El primero se va a definir por los órdenes normativos existentes en cualquier actividad social, y en tanto la conducta de los sujetos y las decisiones de los jueces se apeguen a las reglas, se podrá hablar de una situación justa. Por ello es importante que las leyes, las promulgadas por el Estado o las acordadas por un grupo de individuos, sean generales y orientadas a la justicia, de lo contrario sólo serán manifestaciones de poder, pudiendo ser incluso generadoras de nocividad social, carentes de cualquier valor. Por lo tanto, éstas deben ser la formalización de un compromiso colectivo de lo justo.
El ámbito individual, por otro lado, se refiere esencialmente al valor, el cual será distinto dependiendo de la persona, del objeto y de la situación en la cual aquel sea depositado. El decir que la vida es injusta podría tener significados muy diferentes si lo dice una mujer cuyo marido la maltrata, o una a la que su esposo no le quiso hacer un regalo costoso; la injusticia de una decepción amorosa es muy distinta entre una adolescente y un matrimonio de 25 años. Sucede que una no es más importante una a la otra; simplemente se ubican en una escala de valor diferente.
Sin embargo, definir a la justicia también depende del marco teórico dentro del cual nos situemos y de la disciplina de la cual partamos. Por lo tanto, este término también puede adquirir una connotación diferente si se trata de una disciplina en particular, como la Política, la Sociología, la Economía o el Derecho, o de corrientes ideológicas determinadas. Rawls (1995) reformuló la idea clásica del contrato social para sugerir una posición hipotética a partir de la cual intenta articular una idea de justicia como “imparcialidad”. Para ello proporciona, a través de determinados conceptos teóricos, una serie de principios cuya pretensión es situarse como la base de la legitimación racional de los sistemas sociales. Así, establece la creación de una situación natural hipotética, denominada “posición original”, donde los representantes de la sociedad, tras un “velo de ignorancia”, y colocados en una situación de igualdad y libertad, podrán elegir los dos principios de la justicia propuestos por él mismo, los cuales serán aplicados a las “instituciones básicas de la sociedad”.
Rawls defiende entonces una concepción de justicia que, al aplicarse a la estructura básica de la sociedad, y por lo tanto a sus instituciones principales, resulta en una cooperación social ventajosa para todos. Al respecto, señala:
“La justicia como imparcialidad reformula la doctrina del contrato social y adopta una forma de la última respuesta: los términos justos de la cooperación social se conciben como un acuerdo al que han llegado quienes están comprometidos con ella, es decir, ciudadanos libres e iguales que han nacido en la sociedad en que viven. Pero su acuerdo, como todo acuerdo válido, debe llevarse a cabo según condiciones apropiadas. En especial, estas condiciones deben poner en una situación justa a las personas libres e iguales, y no deben permitir que algunas de esas personas obtenga mayores ventajas de negociación (1995,p. 46)”.
Rawls igualmente describe a las instituciones en el marco de una democracia constitucional, estableciendo la conexión entre los principios de justicia y las instituciones sociales. Así, una constitución política justa será aquélla que apoye al primer principio de justicia, la libertad, y un orden económico justo será, por lo tanto, el que mediante legislación apropiada apoye el segundo principio de justicia. Por otro lado, el objeto primordial de la justicia como imparcialidad en la teoría de Rawls es la estructura básica de la sociedad, en donde sus instituciones se encargan de repartir los derechos y deberes fundamentales para la cooperación social. Así entonces, es precisamente en las instituciones básicas de la sociedad donde debe alojarse la justicia; es decir, que si se asegura el establecimiento de instituciones justas, podemos hablar de una sociedad justa.
Regresando entonces a la pregunta de origen, podemos responder que la justicia sí existe; gracias a esto el ser humano tiene una idea de lo que es y por eso se refiere a ella con tanta naturalidad. Desgraciadamente, cuando en las cuestiones fácticas nos enfrentamos ante autoridades corruptas, contrincantes desleales, o cuando nosotros mismos le conferimos un valor tan alto a algo, parece imposible alcanzar la justicia. Es en ese momento exacto donde empezamos a dudar de su existencia.
Por ello, si realmente queremos lograr la justicia, resulta fundamental sostener la necesidad de un nuevo pacto social a partir de la convicción de un Estado que reforme las políticas sociales y, sin renunciar a la universalidad y extensión de los derechos sociales, alcance a los grupos sociales más excluidos; proceso en el que, como lo precisa Murat (1996), tiene que contemplarse la apertura de la sociedad para la capacidad de organizar la demanda pública de manera autónoma y en el ejercicio de sus libertades políticas y ciudadanas, recuperando una gestión pública del bienestar social de carácter democrático, despersonalizando las necesidades sociales con la garantía y extensión de los derechos sociales universales.
Un Estado así tendría la responsabilidad de asumir como prioritaria la atención de lo social, consagrando y rescatando esos derechos en el ámbito constitucional, a la vez que va desarrollando políticas sociales materializadas en programas institucionales y prestación de servicios sociales, con una cobertura universal en materia de educación, salud, alimentación, vivienda, trabajo y seguridad social. No planteamos el retorno a los viejos modelos asistencialistas en una añoranza del pasado, pero es imposible y verdaderamente criminal buscar que las necesidades sociales sean cubiertas a través de la acción privada, comunitaria o familiar, sin la intervención del Estado. Es necesario construir una política social alternativa garantizando un proceso que contribuya al ejercicio real de los derechos sociales y humanos, la democracia y de una verdadera y auténtica justicia social.
Hoy estamos viviendo, en nombre de la globalidad y la modernidad, un modelo de acumulación orientado principalmente hacía los capitales trasnacionales y el capital financiero nacional, lo cual, aunado a las medidas de control y ajuste del gasto social, así como a la injusticia en la distribución de la riqueza y el ingreso, genera la imposibilidad de un bienestar social ante un deterioro cotidiano de las condiciones y los niveles de vida de millones de mexicanos, dando como resultado la profundización de las desigualdades económicas y sociales, y la casi imposibilidad de arribar a una verdadera justicia social.
Los datos existentes en relación con la pobreza (I) nos llevan a la reflexión acerca de la necesidad de diseñar e implementar políticas públicas integrales de democratización económica y social en beneficio de los sectores mayoritarios de nuestra población que en verdad nos permitan avanzar para alcanzar la justicia social y dar respuesta a los derechos humanos en toda su magnitud.
Para este caso particular consideramos importante destacar el aspecto de los derechos sociales. De hecho, a medida que nacen y se reconocen los derechos sociales, se argumenta que la garantía de su ejercicio y respeto sólo puede darse a través del Estado, el cual conocemos como Estado Social de Derecho, y está basado en un principio de justicia social. El derecho social es un elemento básico para enfrentar las desigualdades sociales, donde la colectividad y la universalidad deben ser principios esenciales e inalienables. El derecho social es una ordenación dirigida al logro del bienestar social de las personas y de los pueblos; supone un orden y una integración de voluntades y esfuerzos cuyos enlaces tienen como fundamento al hombre socialmente logrado y al Estado socialmente integrado.
De igual forma, los constitutivos de los derechos sociales son indicadores fundamentales del desarrollo y nivel de vida de un país. Por ello no puede concebírseles como un problema individual ya que tienen un carácter de competencia pública; son derechos universales, toda vez que son los principales componentes de la política social. Así, concordamos con Lerner (1996) cuando argumenta que no es aceptable que el Estado se desentienda de la cuestión social y la deje casi totalmente en manos del mercado, ya que al intervenir el Estado en lo social, suele reducir la desigualdad y los contrastes: “las fuerzas privadas, intervienen en lo social con la idea de obtener ganancias y no movidas por criterios igualitarios” (p. 23).
En este contexto resulta entonces paradójico y no se puede aceptar que la estrategia neoliberal recomiende al Estado un marco eminentemente asistencialista y dirigido particularmente a sectores de la población ubicados en condiciones de pobreza extrema, donde la política social deja de tener una función integradora, igualitaria y de justicia social. Así entonces, la privatización de los programas sociales y la prestación de los servicios con un carácter asistencialista entran en contradicción con los criterios de justicia social y equidad que implican los derechos sociales.
Lo cierto es que hasta hoy, 2014, las políticas sociales, por más principios de eficiencia, racionalidad, relación costo-beneficio, descentralización y estructura gerencial tengan no han podido resolver los efectos estructuralmente excluyentes del marco macroeconómico en que se sustentan. No hay la prometida derrama social que supuestamente el modelo neoliberal generaría a partir de una economía de libre mercado, incluso, en caso “de no revertirse la situación actual, para el año 2015 el número de personas que viven con menos de un dólar al día en las 49 naciones más pobres se incrementará un 30% y casi 2,000 millones de personas vivirán en la pobreza extrema” (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo 2009).
Por otra parte, según estadísticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), hasta 2011, último año del que se tienen cifras comparables para 17 naciones de la región, 36.3% de los mexicanos vivían en pobreza, casi siete puntos porcentuales más respecto al 29.4% de la población latinoamericana que se encontraba en igual condición, en tanto que los mexicanos en indigencia representaron 13.3% de la población total, cuando la media latinoamericana fue de 11.5%. México fue el único país de la región donde la pobreza aumentó: pasó de 36.3% en 2011 a 37.1% en 2012.
El ofrecimiento de mayor comodidad, bienestar y una vida satisfactoria no es posible en un mundo donde lo colectivo es relegado; en un mundo excluyente de origen y donde el consumo es sinónimo de progreso y felicidad, pero con un vacío de significaciones. En el mundo de hoy, el individuo “libre”, competitivo y eficiente es en realidad un individuo vacío y carente de valores solidarios y colectivos, donde la justicia social –criterio fundamental para la construcción de una sociedad democrática con formas de vida igualitarias y libres–, reducida a instrumento discursivo de los gobiernos, a la par que los derechos sociales fundamentales, sigue cumpliendo funciones clientelares y corporativistas.
Para hacer prevalecer la justicia social resulta imprescindible trascender de la democracia meramente formal y representativa a la democracia participativa, a la democracia social. No es posible hablar de democracia cuando persisten condiciones de desigualdad social, de pobreza, de cancelación de derechos sociales. Así entonces, parafraseando a Franco (2000), la gran bandera de lucha política del siglo XXI sólo puede ser la de la democracia participativa, entendida como la capacidad real de la mayoría de los ciudadanos que deciden sobre los principales asuntos públicos de la nación para alcanzar la justicia social: “la democracia como valor no se agota en su relación con la justicia social” (Moulian, 2001, p. 345).•
Nota:
I. La población pobre en México aumento en 3.2 millones de personas entre el 2008 al 2010, de acuerdo al informe presentado el 29 de julio del2011 por el CONEVAL. En 2008había 48.8 millones de mexicanosen situación de pobreza; en 2010 aumentó a 52 millones, 1.7% más respecto al 2008, casi el 50% de un total estimado de la población de 112 millones.
Carlos Arteaga Basurto Maestro en Trabajo Social por la Facultad de Trabajo Social Universidad de Toronto, Canadá; Licenciado en Trabajo Social por la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM; y candidato a Doctor en Administración Pública por el Instituto de Estudios Superiores de Administración Pública. Sus líneas de investigación son Estructura Social, Problemas Sociales y Políticas Sociales. Fue Director de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM y actualmente es profesor Titular C Tiempo Completo Definitivo de la en la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM. Carla Carolina Arteaga Juárez Doctorante en Derecho. Es Profesora en la ENTSUNAM, donde imparte las materias de Procuración e Impartición de Justicia, así como Situación Jurídica de la Familia. Profesionalmente se ha desempeñado como abogada litigante en diversos despachos nacionales, así como asistente legal en la Oficina Scarfone Hawkins en Ontario, Canadá. Fue Subcoordinadora de Vinculación y Difusión en la Comisión Ejecutiva de Negociación y Construcción de Acuerdos del Congreso de la Unión dentro del mandato para apoyar la Reforma del Estado. |
Muy bue document, aunque uno más reciente a l 2019 estaría muy bien, otro análisis al día, gracias y felicitaciones por este
[…] Arteaga, C. y Arteaga, C. (s. a.). Reflexiones acerca de la justicia social. […]