por Rolando Cordera Campos
Los últimos 30 años mexicanos se han desenvuelto en torno a dos ejes importantes de nuestra economía política: la construcción de una economía abierta y de mercado, y la edificación de un Estado y de una sociedad democrática. Mucha agua ha pasado bajo estos puentes de nuestra transición, aunque es indudable que se trata de mudanzas de larga duración.
Pienso, sin embargo, que ya podemos decir que si algo hemos aprendido es que el mero propósito de crear una economía abierta y de mercado no nos aseguró una incorporación a las dinámicas de transformación del mundo de manera automática; tampoco las tareas sostenidas y costosas de erigir una sociedad y un Estado democráticos nos han traído buenos gobiernos, eficientes y eficaces, como lo reclama el enorme inventario de necesidades no satisfechas de bienes públicos indispensables para una sociedad habitable.
Por sí mismos y en combinación, tales proyectos no han sido capaces de gestar visiones que nos permitan tomar la debida nota de que, debajo de estas transformaciones de indiscutible profundidad y ambición, se gestaba un gran divorcio que ahora nos define como sociedad y como economía: el que se ha dado entre una estructura económica y productiva transformada e intensamente inscrita en el mercado mundial, y una demografía que también se ha transformado, pero que no recibió la respuesta adecuada en el momento oportuno, en materia de empleo y educación para los nuevos contingentes demográficos que encarnan la nueva realidad humana de México.
Lo que ahora tenemos es, ciertamente, una economía abierta, pero incapaz de albergar de manera mínimamente satisfactoria a la mayoría de su fuerza de trabajo, que se ve obligada en cuotas crecientes a ocuparse en condiciones de informalidad y precariedad, que, a su vez, reproducen la pobreza de masas y la desigualdad social que nos caracterizan. La economía y el Estado tampoco han podido generar los recursos necesarios para alojar en la educación media superior y superior a los jóvenes que la demandan. Ni puede decirse que se hayan registrado avances significativos en materia de salud pública que respondan a las implicaciones sanitarias que traen consigo el cambio económico y el sociodemográfico de las últimas décadas.
Estos reconocimientos, me parece, deberían llevarnos a la necesidad de reemprender un aprendizaje básico para nuestros propósitos: la importancia de la coordinación social, fundamental para la sobrevivencia y la reproducción de las comunidades. Esta coordinación no la puede satisfacer ni sostener el mercado, cuyas imperfecciones profundas y persistentes han tenido que ser “descubiertas” de cara a la crisis global presente. La incapacidad del mercado, además, para generar la información que se considera necesaria para tomar decisiones óptimas o racionales es casi lugar común, si es que nuestra profesión tiene todavía algo de sentido común.
Sin deliberaciones adecuadas e inscritas en visiones amplias y de futuro y sin información conveniente y oportuna, ninguna sociedad moderna es capaz de coordinación alguna. La nuestra, por desgracia, es una realidad cruzada por la descoordinación en todos los planos, lo que determina la necesidad ingente de hacer esfuerzos mayores para que en los planes de desarrollo, establecidos por la Constitución, se recoja como vector crucial el de la coordinación social.
Requerimos contar con mecanismos claros de gestión de nuestras capacidades y destrezas porque, de otra manera, tanto la falta de institucionalidad como, quizá, de la tecnología necesaria para generar visiones amplias, nos mantienen dando vueltas en temas de fondo como el de la fecundidad y las proyecciones demográficas. En este ir y venir de imprecisiones y márgenes de error, no podemos detectar oportunamente los errores y proyecciones equivocados, mucho menos actuar sobre ellos.
Pareciera que nuestro actuar se basa en la hipótesis de que tanto el mundo como nosotros podemos ser perfectos. Un supuesto del todo equivocado que sólo muestra nuestro subdesarrollo. Si algo diferencia a las naciones desarrolladas de las subdesarrolladas es, precisamente, su capacidad para darse cuenta a tiempo y actuar con eficacia y oportunidad.
De lo que se trata al final de cuentas, es de insistir en que la gestión de la economía, la sociedad y la política se basen en criterios racionales y, sobre todo, que estén a la altura de las grandes carencias, injusticias y desigualdades que caracterizan hoy el panorama nacional.
Bienvenidas las convocatorias de este tipo orientadas a compartir ideas que, desde la perspectiva institucional y académica, contribuyan a contar con información suficiente, creíble, oportuna y usable para hacer de la gestión de la economía y de la política un procedimiento con visión integral, capaz de ser soporte de los satisfactores que, como sociedad, necesitamos tener así como de los instrumentos necesarios que nos permitan enderezar el rumbo nacional.•
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