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La reforma electoral y la participación democrática

La democracia liberal tiene una imagen deteriorada. El adjetivo liberal se debe subrayar, ya que la gente consiente los ideales de la democracia en sentido amplio: libertades, igualdad, pluralidad o solidaridad. Sin embargo, se manifiesta inconforme con sus rendimientos en justicia social, combate a la pobreza, inseguridad o corrupción, como muestra el Informe País 2020. El curso de la democracia en México[1].

Escrito por: Alejandro Sahuí

Las personas denuncian un déficit de representación, desconfían de los partidos políticos, legisladores y funcionarios. Señalan el alejamiento de sus intereses, la ausencia de rendición de cuentas y de capacidad de respuesta. La mayoría de las veces los acusan de corrupción o clientelismo. Esta desconfianza sugiere que los vicios del régimen no son accidentales, sino inherentes al modelo liberal. Si la democracia se define como medio para competir por el voto del pueblo, el sistema mismo alimenta una imagen de la política como un mercado, y de la ciudadanía como consumidora cuya moneda de cambio son sus preferencias en las urnas. Además, proyecta la idea que los actores políticos son élites que se conducen por sus intereses particulares. De ahí que el citado informe haga bien en destacar otras formas de participación que se identifican con una mejor democracia: cívica, comunitaria, ciudadana, política.

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Pero existe un poder fundamental que no se debe olvidar que es la quintaesencia de esta forma de democracia. Me refiero al poder de instituir gobierno, y, sobre todo, de destituirlo -como subraya Adam Przeworski. La democracia como un régimen donde cualquiera puede ganar, pero mucho más importante, donde cualquiera puede perder[2]. Para ello se requiere un sistema electoral robusto; un órgano garante de la pluralidad, equidad e imparcialidad en el concurso por los votos ciudadanos.

La confianza en el Instituto Nacional Electoral (INE) que el Informe País 2020 verifica es mayor de la que goza la presidencia, partidos políticos y representantes, con datos posteriores a la trascendental elección de 2018. Aunque no es a prueba de balas ni debe interpretarse en forma ingenua como un cheque en blanco al órgano arbitral, debe ser cuidada y fortalecida.

Por supuesto que el INE sí se toca y desde su nacimiento hemos sido testigos de muchas de sus transformaciones. Sin duda cualquier actor político puede impulsar los cambios, desde el gobierno y sus aliados, o desde la oposición. Es lo normal en los regímenes democráticos. Pero como enseña la concepción política de la democracia deliberativa al visibilizar los aspectos prácticos del debate público, el significado de las demandas cambia dependiendo de quienes sean sus proponentes, de sus posiciones institucionales relativas.

La idea de las cortes supremas como expresiones de la razón pública desarrollada por John Rawls ilustra la fuerza de una noción de democracia constitucional que se fortalece a través del diálogo entre órganos y actores políticos en el marco de valores compartidos alrededor de un consenso elemental que prevalece a pesar de los eventuales desacuerdos[3]. En ciencia política, en relación con el régimen político, la diferencia entre oposiciones y competidores leales o desleales se traza a partir del respeto por las reglas básicas del juego en cada partida. En perspectiva de mediano y largo plazo seguro que se descubrirán inequidades, pero no parece correcto patear la escalera una vez que se está arriba. Por este motivo importa tanto quién impulsa la reforma.

Parece que la Suprema Corte de Justicia ha entendido bien esta responsabilidad: su función ahora ha sido pausar la deliberación, propiciar una conversación inclusiva de los posibles afectados por la reforma. La judicialización de la política[4] -no la politización de la justicia- en este sentido implica considerar los principios y valores fundamentales en el debate, contra esa otra concepción de la política puramente mayoritaria, competitiva, donde quien gana se lleva todo. Por eso vale la pena releer a Robert Dahl: la democracia como poliarquía debe favorecer el pluralismo, específicamente ha de velar por más participación y oposición[5].

En México, desgraciadamente, la oposición no ha estado a la altura de sus deberes hacia la ciudadanía. Se ha visto ampliamente rebasada como se muestra con la participación por fuera de los partidos políticos, en la sociedad civil organizada y los movimientos sociales; de modo significativo en la participación de las mujeres o de los pueblos indígenas. Ha descuidado las preocupaciones de la gente y parece estar más interesada en defender prebendas y privilegios. Esto explica el juicio negativo que se tiene de ellos. Pero la democracia es un constante aprendizaje, debe involucrar a todas y todos, no existen atajos[6].

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