En el siglo XVI, el gran renacentista Juan Luis Vives se preguntaba en su texto Del socorro de los pobres, quiénes eran, y qué se debía hacer con los pobres. La pregunta inauguró, en la tradición del pensamiento hispanoamericano, una larga disputa teórica relativa al entendimiento de la pobreza y sus implicaciones para el Estado y la sociedad.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
A una distancia de medio milenio de esa reflexión, en el siglo XXI continuamos atrapados en la cuestión relativa a cómo erradicar la pobreza, y en lo inmediato, a cómo paliar sus efectos. Las rutas que se han seguido son múltiples y variadas, y para una región como la de América Latina, han resultado en términos generales infructuosas, con algunos breves momentos de avances importantes; pero siempre derivando en nuevas y más profundas y crueles formas de concreción en nuestras sociedades.
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En México, el debate fue orientándose cada vez más hacia la cuestión relativa de la medición de la pobreza, generando con ello un problema que inicia en lo conceptual y termina en lo político. Esto es así, porque en el debate público logró imponerse la visión tan positivista como neoliberal, que se resume en el lema del CONEVAL: “lo que se mide se puede mejorar”.
Sin duda, hay un poderoso pensamiento matemático que se traduce en aplicaciones informáticas mediante las cuales se procesa de forma compleja el conjunto de variables de que se dispone para estimar cuánta población se encuentra “en situación de pobreza”. Pero en ese poderío se esconde la cuestión de fondo: dar por sentado que la pobreza es sinónimo de tener ingresos por debajo de ciertos umbrales y carecer de acceso a ciertos servicios e infraestructura en la vivienda o en los entornos de la vivienda.
La medición estadística de que disponemos es un indicador útil en muchos sentidos; sin embargo, enfrenta varios problemas. Y en primerísimo lugar se encuentra el debate largamente pospuesto respecto de si eso que mide el CONEVAL, con base en lo que establece la Ley General de Desarrollo Social es lo que debemos entender por pobreza.
La trampa que debe ser superada en es sentido, supera incluso el debate en torno a cómo determinar umbrales que respondan apropiadamente a la noción de la dignidad humana. Porque en esa perspectiva, el debate se resolvería integrando nuevas variables, y nuevas dimensiones ignoradas hasta ahora, como las relativas a la cuestión medioambiental y las relativas a la violencia.
En general, puede aceptarse que la pobreza es una situación en que se carece de algo. ¿Pero carentes de qué? Se habla de la educación, de la salud, de la alimentación, etc. Pero hay una cuestión que se omite en ese debate y es el relativo a si la pobreza puede y debe sólo estar referida a las carencias situadas en el ámbito de lo material, o si deberíamos avanzar a una nueva comprensión que incluya las determinaciones estructurales que impiden la erradicación de la pobreza.
Para poner sólo uno de los ejemplos más esenciales: ¿forma parte de la pobreza la ausencia de mecanismos de representación y participación política en la toma de decisiones fundamentales? Esto es de la mayor relevancia, porque por más que se diga que hay gobiernos que “representan a los pobres”, en realidad no hay personas que de manera directa hayan pasado de lo que hoy se considera como “situación de pobreza” al ejercicio del poder o la participación directa a la representación en el Congreso; para participar en la política, por norma general en México, es necesario no ser pobre.
No ser pobre debería ser un derecho explícitamente reconocido. Y en ese sentido, debería implicar estar protegido ante la enfermedad y la muerte evitable; ante el desempleo permanente; ante la explotación laboral, la discriminación, etc.
Es cierto que medir es importante. Pero reducir el debate a un asunto de sumas y ecuaciones, bajo la premisa de que lo medible en esa lógica es lo único existente, es una cuestión que es prioritario que podamos debatir en lo inmediato.
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