En una carta abierta presentada por varios intelectuales, artistas y activistas brasileños, se lee una frase durísima: “Brasil ha sido convertido en una cámara de gas a campo abierto”. De acuerdo con el sitio especial sobre COVID19 de la Universidad Johns Hopkins, Brasil es el segundo país del mundo con mayor número de muertes, con una cifra de 279,889 al día 12-03-2020.
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En nuestro país las cosas no marchan de forma muy distinta. Sólo nos superan en número de decesos el propio Brasil y los Estados Unidos de América, donde el presidente Biden ha modificado radicalmente la estrategia ante la epidemia, y aún con ello, alertó esta semana que su país está lejos de superar la fase más dura de este terremoto humanitario global.
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De acuerdo con los más recientes datos de la Secretaría de Salud, el número de decesos confirmados en 2020 asciende a 1,050,382. Es una cifra tremenda que establece un récord en la historia de la mortalidad en México. De esa cifra, se estima que alrededor de 380,190 defunciones constituyen la llamada “mortalidad en exceso”, es decir, es la cifra con la que se superó el promedio de muertes del periodo 2015-2019, y el cual se ubicó en 749,001 por año.
De esas 380,190 muertes, el gobierno mexicano ha confirmado 126,850 para el periodo de marzo a diciembre, por COVID19; pero esa cifra es solo preliminar pues entre marzo y agosto del 2020, el INEGI había contabilizado 108,658; es decir, una cifra 44% superior a la confirmada por la Secretaría de Salud en el mismo periodo.
Ahora bien, aún realizando la corrección del subregistro, y considerando las estimaciones independientes que se han realizado, habría entre 100 mil y 150 mil defunciones que no se explicarían por la COVID19; y que es altamente probable que tengan como causa enfermedades crónico-degenerativas como, la diabetes, y las enfermedades hipertensivas y cerebrovasculares.
En efecto, en el análisis de la mortalidad presentado por el INEGI en agosto del 2020, entre las diez principales causas de mortalidad se encuentran, en primer lugar, las enfermedades del corazón, por las cuales se tenía un registro de 141,873 decesos para el periodo de enero-agosto del año pasado. Al respecto, el registro oficial para el año 2019 fue de 156,041 decesos por estas enfermedades. De esta forma, en los primeros ocho meses de 2020, el promedio diario de defunciones por esta causa fue de 591; mientras que el promedio diario en 2019 se ubicaría en 432, es decir, la diferencia preliminar sería de alrededor de un 36.8%.
Por diabetes mellitus, el INEGI estima que en 2019 fallecieron 104,352 personas, mientras que entre enero y agosto del 2020 la cifra es de 108,658; es decir, desde un cuatrimestre antes de concluir el año, ya se había rebasado en 4.12% la cifra del año previo, lo que indica la magnitud de la tragedia que esto implica.
Es claro que el impacto en la mortalidad es muy severo, no sólo por la COVID19, sino por otros padecimientos que han sido desatendidos, en parte por la reconversión de los hospitales y clínicas, con lo que implica en términos de diferimiento de consultas y cirugías, por citar solo los temas más evidentes; quizá también en parte por el miedo de las personas a salir de casa y contagiarse, por lo que no atienden sus citas oportunamente; y posiblemente también porque no hay los medicamentos suficientes para la atención de la población que tiene estos padecimientos.
Al respecto de este tema se ha discutido mucho respecto de cómo construir un nuevo sistema nacional de seguridad social que no esté vinculado necesariamente al estatus laboral de las personas; y es claro que se debe avanzar en ese sentido; sin embargo, esto implica no solo un esfuerzo financiero mayor, sino, sobre todo, un pacto político-social del Estado mexicano, que convoque a toda la nación a sumar esfuerzos, capacidades y recursos para lograrlo en el más corto tiempo posible.
Este nuevo pacto debe construirse con base en un intenso diálogo democrático que debe tener una premisa central: ante tanta muerte, tanto dolor, la vida debe revalorarse; por ello la pregunta obligada es ¿cómo podemos hacerla digna de ser vivida en un contexto nuevo de paz, de trabajo digno para todas y todos y de bienestar generalizado?
Estamos literalmente ante un escenario inédito en el que reina la confusión; en el que el miedo está presente de manera cotidiana ante la amenaza cotidiana de contagiarnos del nuevo coronavirus, y con él venga una de las más espantosas formas de llegada de la muerte: la que se da en la soledad, lejos siquiera de la posibilidad de la despedida de las y los cercanos.
En la acusación que se hace al presidente brasileño está presenta la idea de un gobierno que hace de la necropolítica un arte; y si bien es cierto que la realidad de aquel país no es comparable estrictamente a la nuestra, también lo es el hecho de que la presencia mortífera del virus acá es igual o más espantosa: los últimos datos indican que la tasa de mortalidad por COVID19 es mucho mayor en México que en Brasil: 153.06 casos por cada 100 mil habitantes en México, frente a 130.28 casos por cada 100 mil habitantes allá.
¿Qué significa morir en nuestro país? ¿Somos, podemos seguir siendo el país que se ríe de la muerte, aún respetándola, como lo sostenía Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad? O, por el contrario, la soledad que acompaña a los muertos que todos los días nos dejan debería llevarnos a replantearnos como un país que se mueve en la espantosa realidad de tener miles de muertos que nos dejan sin despedirse, y otros miles que yacen en las fosas clandestinas, esperando el rescate de la infamia que representa la sepultura clandestina de cuerpos y más cuerpos.
Donde hay muerte siempre habrá más muerte. Por eso para nuestro país debe constituir una poderosa llamada la atención la figura de “la cámara de gas a campo abierto”; porque estamos a tiempo de recobrar la pulsión de vida y cerrarle la puerta a Thanatos y la negra sombra con la que ha cubierto a nuestro dolorido país.
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Frase clave: Repensar la vida a través de la muerte