por Eufrosina Cruz
Por razones culturales, económicas y políticas, durante muchos años, más de los que alcanzan a contar nuestras abuelas y abuelos, las personas que habitamos en los pueblos indígenas hemos sido tratadas como objetos, como mercancías de poco valor; no hemos sido libres ni iguales a los demás; nacemos con un destino que no elegimos; crecemos y vivimos la vida entera en medio de la pobreza y apartados del resto del mundo.
En muchas comunidades aún no podemos alzar la mano para expresar nuestro acuerdo o nuestro rechazo a la forma en la que se organiza el mundo que nos rodea. Algunas veces ni siquiera somos capaces de opinar acerca de lo que le depara a nuestra comunidad, a nuestro municipio o a nuestra propia etnia, mucho menos a nuestro estado o a nuestro país.
Hoy, por primera vez en nuestra historia, las políticas públicas de México tratan de dar un salto en el tiempo y establecer las bases para el fortalecimiento de los grupos sociales menos favorecidos. Todo ello es resultado de la alternancia democrática de los gobiernos.
En México, el año 2000 marcó el fin de la hegemonía del partido de Estado, y con ello se abrieron las alamedas de la democracia para inaugurar el tránsito hacia una nueva manera de ver y hacer la política.
Comenzó entonces en México un cambio de rostro, un relevo generacional y un cambio en la manera de ejercer el gobierno. Con la llegada de un gobierno de cambio terminaron 85 años de políticas autoritarias y terribles que segregaron del progreso a nuestros pueblos y sepultaron todo esfuerzo de alzar la voz en favor de los más desposeídos.
En muchos rincones del mundo se recuerda el alzamiento zapatista de 1994 como el primer intento de dar voz a los “sin voz”, a los que nada poseen y a los que durante siglos, incluso generaciones sin tiempo y sin memoria, han poblado esta sagrada tierra mexicana. Sin embargo, este alzamiento no pudo consumar su principal demanda: la integración de nuestros pueblos al proceso de toma de decisiones del país.
El cambio de gobierno vino inspirado por la intención de cambio de todo un pueblo; sus sueños, sus anhelos más profundos, sus antiguos deseos de progreso y democracia fueron el acicate para lograr el triunfo de un gobierno que puso fin a casi un siglo de autoritarismo, pobreza, abandono y olvido.
Ese gobierno democrático sentó las bases para la construcción de un nuevo modelo de nación para escuchar y atender todas las voces. Transformó la democracia, la economía y el desarrollo social. Dejó atrás una etapa de oscuridad e inauguró un nuevo tiempo de transparencia. Pero, sobre todo, dio un nuevo aliento a nuestros pueblos para romper con el paradigma de que los indígenas no estamos hechos para gobernar, sino para ser gobernados. Sin embargo, no logró responder a todas las expectativas de nuestros pueblos originarios.
Por eso, como mujer originaria de una de las 62 etnias de México, y como Presidenta de la Comisión de Asuntos Indígenas de la Cámara de Diputados, estoy comprometida a seguir impulsando el cambio a través de mi participación en el poder Legislativo Federal, a las mujeres mexicanas y a los pueblos indígenas de todo el país.
En el nuevo tiempo de México, los paradigmas políticos para los casi 16 millones de mexicanas y mexicanos que nos reconocemos como indígenas han cambiado.
Vivimos no sólo el fin de un sexenio sino de una era que cambió para bien y para siempre el rostro de México. Pero estas nuevas circunstancias, ¿nos harán menos egoístas y más comprensivos de los sectores de población menos favorecidos? Y especialmente entre los pueblos indígenas, ¿alcanzaremos al fin la verdadera libertad y la justicia, que no son solo una estrategia política o una cruzada para mitigar el hambre, sino el respeto a nuestras formas ancestrales de convivencia, con arreglo a los derechos constitucionales y a los derechos humanos de todos los mexicanos? Imposible saberlo en tan corto tiempo.
El pasado reciente nos enseña que nadie tiene las llaves para abrir de golpe las puertas de la democracia ni existe una fórmula mágica para el buen gobierno. Algo sabemos, sin embargo: la sociedad actual y la estabilidad política, económica y social de México, la vida cotidiana, como la conocemos todos y como la recibimos de nuestros padres y abuelos, corre graves riesgos.
La estabilidad que alguna vez distinguió a nuestra economía se está perdiendo. Hoy México se encuentra en una espiral crítica de parálisis económica y política. Pero, además, estamos en una encrucijada de intranquilidad y temor por el acecho de la inseguridad en su expresión más cruda y terrible: la del crimen organizado.
Más allá de esta realidad política, México es hoy un país plural que ha sabido demostrar que la democracia es la única vía para resolver los desafíos de nuestro desarrollo. Ello implica respeto a la voluntad de la mayoría, pero también un gran compromiso para atender los problemas nacionales con una visión de Estado.
Por eso he señalado, una y otra vez, que la responsabilidad de dar respuesta a esta grave problemática que afecta a la gran mayoría de las familias mexicanas es de todas y todos: de la sociedad y del gobierno; y como gobierno, no solo del Poder Ejecutivo Federal, sino de los tres poderes y de las autoridades estatales y municipales.
Mi compromiso como parte integrante de los pueblos y las comunidades indígenas ha tenido un cauce de expresión en el trabajo legislativo, en donde he propuesto un nuevo modelo de gobierno basado en la transversalidad de las políticas públicas en cuatro tópicos de gran impacto para nuestras comunidades: desarrollo social integral con preeminencia desde el ámbito constitucional; desarrollo de capacidades sociales y productivas en las comunidades indígenas; protección de los derechos humanos y políticos todos los pueblos indígenas; y mayor representación política de los indígenas en los órganos administrativos y políticos del país, como un asunto de causas pero no de cuotas.
Las políticas públicas de transversalidad son actualmente parte de la agenda parlamentaria del Congreso, y particularmente de la Comisión de Asuntos Indígenas que presido, y han servido para abonar también en otras direcciones, porque fortalecen el tejido social del país y contribuyen a la paz y la justicia, la dignidad y el respeto, pero, sobre todo, la igualdad de las mujeres y los hombres de todo el territorio nacional.
De la hermandad y de la igualdad debe surgir la fuerza vital que mueva a nuestros pueblos hacia una nueva etapa de desarrollo que sirva para impulsar y coadyuvar al progreso del país.
Con dignidad pero con esperanza, el Congreso de México tiene la oportunidad de tomar en sus manos el destino de México y trabajar con el Poder Ejecutivo una nueva era de cambio y de esperanza.
En ese sentido, mi propósito desde el Legislativo ha sido llevar al ámbito de la realidad los fundamentos constitucionales mediante la aplicación de políticas públicas que reconozcan la añeja deuda social y política que todavía subsiste con los grupos sociales menos favorecidos, entre ellos, las mujeres, los grupos indígenas, las comunidades urbano-marginales y todos aquellos que son sujetos de discriminación por el color de su piel, lengua, credo, raza, estatus social o preferencia sexual, ideológica o política.
Somos un país joven, con una democracia en ciernes y nos atrevemos a desafiar al destino proponiendo nuevas políticas públicas para saldar la deuda histórica con las mujeres, los pueblos indígenas, los excluidos y los pobres entre los pobres. Somos un pueblo con rostro indígena, pero también somos mexicanos y como tales queremos el mismo derecho y la misma posibilidad de crecer y desarrollarnos.
Los indígenas somos mexicanos y como mexicanos pensamos que Benito Juárez tenía razón cuando afirmaba: “El primer gobernante de una sociedad no debe tener más bandera que la ley; la felicidad común debe ser su norte, e iguales los hombres (y las mujeres) ante su presencia, como lo son ante la ley”.•
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