Una de las tendencias que se han impuesto en el ámbito académico en las últimas décadas es la exigencia de publicar de manera casi exclusiva en revistas indexadas o arbitradas. Este tipo de revistas, hay que reconocerlo, tienen en la mayoría de los casos, consejos editoriales relevantes, y se apegan a estándares y criterios internacionales de producción científica. Dos de ellos son a los que voy a referirme en este texto: el primero de ellos es el de la homogeneización del llamado “sistema de citación”; y el segundo, el llamado “sistema de revisión por pares”.
Escrito por: Saúl Arellano
Los argumentos a favor de esos criterios son claros: se busca facilitar la sistematización y la búsqueda de información, y permite la rápida verificación de los textos, garantizando con ello además mantener principios de honestidad académica y reconocimiento a la producción original de las ideas de otras personas. A pesar de ello, hay una cuestión que no deja de molestar: y es que los sistemas de “citación” siguen formando parte de las grandes corporaciones educativas globales, que han llevado a una especie de “privatización” de la producción intelectual mundial.
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Sin duda hay esfuerzos más que loables para romper con esos esquemas, como los recientes formatos de creación colectiva (creative commons, quizá sea el más emblemático). Habría que pensar en si de verdad el mundo de la academia y la producción intelectual requiere sistemas de citas o si éstos responden más a una lógica económica y de control que para potenciar la creación intelectual y científica.
Quizá parezca, en una primera aproximación, una comparación absurda, pero habría que pensarlo con seriedad: ¿alguien cree que pensadores como Sade, Nietzsche o Schopenhauer se habrían detenido en esas nimiedades? Es decir, Nietzsche era un filólogo; sabía de la importancia de la precisión en el uso de cada una de las palabras que escribía; sin embargo, ¿perdería el tiempo en utilizar el formato APA para decirnos de dónde obtuvo tal o cual frase? Honestamente lo dudo. Con ello, la primera pregunta casuística que habría que plantear es: ¿eso descalificaría su trabajo? ¿Bastaría esa cuestión nimia para negarle la publicación de algún texto?
Me pregunto en ese sentido, cuántos sesudos editores e integrantes de comités de dictaminación se habrían frotado las manos rechazando sus textos, porque ninguno se apegaría a ninguno de los modernos sistemas y criterios de publicación.
Por supuesto, alguien puede sostener: pero él vivió en otro tiempo, era un contexto distinto, no contábamos con los refinados métodos de organización del saber de hoy. Y yo pienso que precisamente por eso mismo un pensador del estilo de Nietzsche estaría cerca de la náusea ante tales despropósitos.
Lo anterior tiene qué ver con el segundo de los temas que pretendo poner a discusión, y en eso es preciso dejar constancia que es una cuestión que amerita reflexiones mucho más extensas. Sin embargo, apuntarlas permite comenzar a perfilar un posible debate. Así pues, la pregunta es, ¿cómo y hasta dónde los comités de dictaminación de artículos, libros u otras obras científicas pueden o no determinar la publicación de un texto?
Los argumentos a favor de este tipo de comités, que no son menores, se centran en el rigor y la potencia de la crítica. Es decir: en la elaboración de teorías científicas o de estudios sustentados en evidencia, la revisión por pares evita la proliferación de charlatanes o el uso perverso de instrumentos científicos por parte de empresas que buscan legitimar y defender sus mercados.
El caso de James Cameron Paterson es sin duda uno de los más conocidos. Sus conclusiones sobre el contenido de plomo en las gasolinas, y su efecto cancerígeno en cientos de miles de personas, intentó de inmediato ser desacreditado por “científicos” pagados por la industria de los energéticos, argumentando que los estudios de Paterson eran endebles.
La respuesta de aquél fue demoledora: “es muy fácil concluir que no hay evidencia suficiente para sostener esto o aquello, cuando quien te paga es la empresa que está siendo cuestionada”.
Así pues, hay cientos de ejemplos con la comida chatarra, la industria de producción de plásticos, incluso la de los productores de aerosoles cuando el panel del que formaba parte el gran Mario Molina, acreditó que los clorofluorocarbonos estaban produciendo tremendos efectos dañinos a la capa de ozono.
En estos casos, la revisión por pares, cuando está articulada en comités de auténticas científicas y científicos, contribuye enormemente a desenmascarar casos fraudulentos o bien, a defender conclusiones de interés de calibre planetario, como ocurrió con quienes acreditaron que el cambio climático es un hecho científico, frente a las y los negacionistas pagados por los intereses más mezquinos.
A pesar de estas ventajas, la cuestión a discutir se ubica un poco más allá; y esto comienza a problematizarse cuando se ponen frente a frente paradigmas en disputa. Por ejemplo, Einstein siempre negó la posibilidad de la llamada “acción a distancia”, la cual se verificó hace poco cuando se acreditó con evidencia la existencia del llamado “Bosón de Higgs”. Otro ejemplo fue el rechazo del propio Einstein a la teoría del Big Bang planteada por Joseph Édouard Lemaître. Los historiadores de la ciencia narran cómo ante la revisión que hizo de su teoría, la frase que le espetó en la cara fue más o menos esta: “sus matemáticas son hermosas, pero su física es horrenda”.
El caso importa ser mencionado porque plantea la siguiente cuestión: ¿qué ocurre cuando en un comité editorial o de revisión predominan visiones que están a favor de un paradigma determinado? Es decir, ¿hasta dónde los supuestos desde los que se construye conocimiento científico pueden llevar al rechazo de textos o planteamientos construidos desde paradigmas contrapuestos o incluso irreconciliables?
Esto se complejiza aún más cuando la cuestión se lleva al terreno de la filosofía o las ciencias del espíritu. Conocidos de sobra son los conflictos que hay, por ejemplo, entre las y los filósofos analíticos frente a los continentales de la escuela pos- estructuralista, por citar solo un caso.
Desde esta óptica es válido plantear, por ejemplo, ¿Qué pasaría si en algún momento, dos autores como Mario Bunge y Martin Heidegger hubiesen aceptado estos “modernos y objetivos” sistemas de evaluación (el primero lo habría hecho sin duda), y hubiesen recibido textos el uno del otro?
Bien sabido es que Bunge llegó a afirmar que Heidegger era nada menos que un farsante; mientras que Heidegger se limitaría a pensar que Bunge era un “don nadie” en el mundo de la filosofía. ¿Quién tenía la razón? ¿Qué ocurre cuando un comité dominado por utilitaristas revisa un texto escrito por alguna autora o autor rawlsiano? ¿De verdad hace a un lado los supuestos epistemológicos que guían su pensar y evalúa sólo al texto por sus méritos y en función de que haya utilizado correctamente el sistema APA habrá de aprobarlo?
El mundo ideal construido por el productivismo académico, contaminado de ilusorias pretensiones de objetividad e imparcialidad es una quimera. No existe eso; y en la vida real, en la vida cotidiana de las universidades y centros de producción de saber, las comisiones de dictaminación jamás han dejado de ser espacios en disputa, porque siguen siendo espacios de poder, aun en un nivel micro.
Quién publica qué, quién dice qué, sigue siendo una cuestión que determina en buena medida lo que se discute públicamente. Y controlar el saber implica, como bien lo sabemos todas y todos, controlar una parte sustantiva del ejercicio del poder.
Así que es válido preguntarse hasta dónde los sistemas de evaluación están blindados auténticamente ante locuras ideológicas como las que se están viendo en el caso mexicano, donde se ha dado un salto abismal de una visión tecnocrática y productivista, hacia un despropósito ideológico llamado “ciencia del pueblo”.
Si en el modelo tecnocrático se incurrió en el exceso de convertir a la creación académica, artística y cultural en una colección de estampitas y puntos obtenidos como en juego de kermés, lo que está en ciernes ahora constituye una entelequia absurda sustentada en el pensamiento más autoritario y dogmático.
¿Alguno de esos esquemas es preferible sobre el otro? Pienso que no. Y como muchas y muchos, estoy convencido de que si México quiere construir en serio un nuevo curso de desarrollo, debe tener como uno de sus pilares a la creación de pensamiento científico y pensamiento humanístico del más alto nivel, que no va a proliferar si no encontramos un adecuado punto de equilibrio, que le cierre el paso a las y los simuladores y gorrones; pero que no obstruya la creatividad, la innovación y la capacidad de poner en crisis, incluso de manera permanente o reiterada, a los sistemas de ideas.
Asumo que las cuestiones que apenas apunto aquí no son frívolas ni superfluas; y que la comunidad académica debería hacer un alto y reflexionar si lo que tenemos es lo que necesitamos, y si no este tipo de sistemas siguen reafirmando la dependencia epistemológica que tanto critican las “epistemologías del sur”; formas inacabadas de pensar de forma moderna, como se pensaría desde una perspectiva habermasiana; o la ausencia de la capacidad de abordar fenomenológicamente la realidad y a partir de ello, re-constituir lo existente en el mundo académico y en el mundo en general.
Creo que las opciones para el abordaje del problema son innumerables. Y pienso que comenzar a debatir la cuestión es relevante para un país como el nuestro, que no termina de consolidar un sistema auténticamente nacional de investigación y creación científica, humanística y filosófica.
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