El próximo 20 de noviembre estaremos conmemorando un aniversario más del inicio de la Revolución Mexicana. Este año, se conmemoró también el Bicentenario de la culminación de la Independencia Nacional. Una fecha que, desde el Ejecutivo Federal, se colocó discursivamente como de enorme trascendencia, pues, se argumentó, fue allí donde surgió propiamente dicho, el Estado Nacional Mexicano.
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Apelando a una racionalidad similar, es válido sostener que frente a la Revolución Mexicana debería aprovecharse la fecha para recobrar la experiencia histórica de los pactos que surgieron: un consenso torno a la urgencia de lograr la paz, de construir un país de instituciones democráticas, y, sobre todo, un Estado social de derecho.
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Rememorar una historia de eventos y héroes nos coloca del lado de quienes llevan, como lo decía Walter Benjamin, junto con la memoria, el cofre del botín; y nos lleva a olvidar a los muertos, de quienes ni el sufrimiento ni victimización están a salvo de quienes siguen andando sobre el paso de la historia.
Recobrar la herencia de la Revolución implicaría un renovado pacto social, sustentado en un amplio diálogo pluralista, incluyente y de carácter conciliador, que nos permita superar las normes carencias, que no se han ido nunca del suelo nacional, y que permiten pensar en un México en el que las deudas históricas de justicia social, entendida como una justicia distributiva en serio, permanecen profundamente enraizadas en las estructuras de la desigualdad y la pobreza.
En su reciente mensaje ante las Naciones Unidas, el presidente de la República hizo un llamado a construir un estado universal de bienestar, en cuya base, estaría un impuesto especial a los más ricos. Pero ante ello, surge la duda de por qué en México se ha negado a llevar a cabo una reforma fiscal integral, de carácter progresivo y con una vocación eminentemente redistributiva.
El presidente de la República ha convocado a las grandes empresas trasnacionales a pagar tales impuestos; pero ello le obligaría a dialogar y convencer a los grandes empresarios nacionales de una iniciativa similar.
Por ello, la memoria debe tener un doble horizonte: el del largo plazo, que nos recuerda en estos días que México ha sido un país dolorido y lastimado por el incumplimiento de las garantías constitucionales que buscan proteger la dignidad humana; y el del corto plazo, que nos recuerda que, al principio de su gobierno, el Presidente de la República planteó con el empresariado nacional un posible acuerdo para erradicar la pobreza extrema del país, durante su mandato.
Los ideales de la Revolución Mexicana se centraron en la consolidación de la democracia y la realización de la justicia social. Esos dos mandatos históricos, que siguen vigentes en toda su plenitud, leídos en clave contemporánea, implican una cada vez más poderosa y firme convicción de garantizar los derechos humanos, tal como se encuentran reconocidos en nuestra Carta Magna, a partir de la vigencia del nuevo paradigma constitucional logrado en junio del 2011.
Estamos justo a la mitad del mandato del presidente López Obrador. De acuerdo con el INEGI, al cierre de junio de 2021 había 2.4 millones de personas desocupadas; 15.79 millones de personas laborando en el sector informal; y 33.7 millones de personas ocupadas sin acceso a prestaciones médicas por su trabajo.
Ante este escenario, llegar a la meta planteada al inicio del mandato, de tener una sociedad de pleno empleo, considerando que a esta administración le quedan alrededor de 900 días, implicaría crear 2,666 empleos permanentes diarios; y formalizar a 17,544 personas que trabajan en la informalidad de manera cotidiana.
La Cámara de Diputados aprobó el Presupuesto de Egresos de la Federación para el Ejercicio Fiscal 2021. Pero tanto el Ejecutivo como las y los Diputados del grupo parlamentario mayoritario saben que lo que votaron es tanto insuficiente como equívoco en visión y alcance para modificar estructuralmente las condiciones de vida de las personas.
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Investigador del PUED-UNAM