En los últimos años hay una preocupación creciente no sólo por desastres, sino también por los problemas de nuestros asentamientos humanos y regiones que, sin derivar en procesos de grandes pérdidas, se presentan con frecuencia y tienen efectos importantes en la salud humana, la calidad de vida y la sostenibilidad. Los incendios forestales cíclicos, inundaciones que se repiten anualmente o las temporadas en las cuales se incrementa la concentración de contaminantes atmosféricos en nuestras urbes son sólo algunos ejemplos de procesos socioambientales que se asocian no amenazas, sino a problemas de gestión y ocupación de nuestro territorio, resultado de la intervención humana en los ecosistemas.
Escribe: Susana Suárez Paniagua
Este tipo de manifestaciones son de gran preocupación, debido a que reducen nuestra calidad de vida; y, sobre todo, porque apuntan a una destrucción de nuestro hábitat, al perjuicio del futuro de las generaciones venideras y a la exclusión de una gran parte de la humanidad de los beneficios económicos y los derechos logrados. Ante este panorama, estamos poniendo mayor atención a los riesgos socioambientales no catastróficos y lo que éstos implican para nuestro futuro: las probabilidades de daño que puedan tener las personas, sus medios de vida y la naturaleza.
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Este tipo de problemas ambientales son causados por los procesos económicos, sociales, políticos y culturales que se llevan a cabo en un lugar determinado y que interactúan con las condiciones físicas de los territorios en los que tienen lugar, (aunque actualmente en muchos de los casos, los procesos tienen un alcance global, como lo son los procesos industriales que causan el cambio climático). Dichos procesos generan riesgos de carácter social; es decir, que colocan a las personas en situaciones de vulnerabilidad.
Más que la gestión integral de riesgos
Para atender este tipo de problemas, no basta con la gestión integral del riesgo de desastres; se requieren intervenciones de largo aliento para atender la sostenibilidad de los territorios. De ahí surge la perspectiva del ordenamiento territorial como un conjunto de procesos de gestión del territorio y complementarios a la gestión del riesgo, a través de los cuales se pretende adecuar los usos y ocupación del espacio físico de acuerdo con las aptitudes y restricciones ambientales y sociales de cada lugar. En estos instrumentos se abordan problemas y se busca solucionar aspectos potencialmente conflictivos sobre el uso de suelo y la vocación del territorio, como la ubicación de parques industriales u otras actividades contaminantes, sitios de disposición de residuos sólidos o sitios de reserva territorial para la expansión urbana.
Nuestro país cuenta con diversos instrumentos de este tipo. Actualmente a nivel federal dispone de la Estrategia Nacional de Ordenamiento Territorial, con un horizonte de largo plazo 2020-2040; con el Programa Nacional de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano (PNOTDU) 2021-2024, a cargo de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU); o con la Política Nacional de Suelo, en la cual también participa el Instituto Nacional de Suelo Sustentable. A nivel estatal se cuenta con diversos grados de avance en las legislaciones en materia, las cuales forman parte (o deberían formar parte), de los instrumentos de coordinación y gobernanza metropolitana, así como de los municipales de desarrollo y de desarrollo urbano.
Aún falta por hacer
No obstante, la SEDATU en el PNOTDU 2021-2024 advierte que todavía estos instrumentos no incluyen los principios de la gestión integral de riesgos -cuyo objetivo radica en la prevención, la reducción y control las probabilidades de daños, en consonancia con los objetivos de desarrollo social, económico, ambiental; o bien, que la incorporación del tema es muy bajo (puesto que sólo los estados de Guerrero, Nuevo León, Puebla y Sonora han integrado en sus legislaciones los temas de riesgo y resiliencia, mientras que 22 estados lo han incorporado de manera parcial).
Ciertamente, se reconoce la urgente necesidad de integrar la gestión integral de riesgos a los instrumentos de ordenamiento territorial, con el propósito de evitar la exposición de asentamientos humanos a condiciones de riesgo y disminuir su vulnerabilidad. Esto es especialmente urgente, debido a que el crecimiento de las ciudades ha dado lugar a la localización de asentamientos en zonas con amenazas no mitigables; o bien, este crecimiento ha genera cambios sustantivos en aspectos como la infiltración de agua, que incrementa la vulnerabilidad física a inundaciones; o la extracción de agua subterránea, que puede producir hundimientos del subsuelo. Ambos son ejemplos de cambios de origen antropogénico que pueden causar impactos importantes y que son enteramente asociados a la sociedad.
En este sentido, el CENAPRED reportó que en 2020 hubo 170 defunciones ocasionadas por riesgos socio organizativos[1] (de un total de 398 durante ese año)[2]. Es decir, de las defunciones registradas, se explica que el 42.7% fueron causadas por eventos de origen antrópico (fenómenos socio-organizativos) y el 29.1% por eventos de origen hidrometeorológico.
Los factores que determinan los riesgos
Sin embargo, la distinción entre el componente ‘social’ y el ‘natural’ que prevalece en la definición de la causalidad de los desastres es tenue. Los desastres se asocian a fenómenos de origen geológico, químico, socio-organizativo o hidrometereológico. En el periodo 2000-2017, cerca de 1.4 millones de viviendas sufrieron daños[3]. Sin embargo, estos niveles de daño no son casuales; se asocian también la forma en la que crecemos, en dónde nos asentamos, y cómo hacemos uso de nuestro territorio.
Por ello, es urgente que se integre la gestión integral de riesgos socioambientales en los instrumentos de planeación y ordenamiento territorial en nuestro país, en todos los niveles de gobierno, y revisar los mecanismos que facilitan o impiden su efectiva aplicación. Consideremos que el ordenamiento del territorio no se trata de un mero ejercicio de planeación racional, sino de un proceso de negociación y acuerdos entre diversos actores que habitan el territorio.
Es preciso conseguir que los actores sociales y políticos que definen usos y trayectorias productivas de los territorios, tales como las autoridades locales, los industriales, el sector agropecuario, el mercado inmobiliario o la sociedad civil, conozcan, acepten, lleguen a acuerdos y asuman compromisos para su aplicación, con sus respectivos intereses y juicios de valor. Por eso, aunque el ordenamiento y la gestión de riesgos se basan en principios técnicos, también son instrumentos que requieren mecanismos de concertación para lograr su aplicación efectiva.
De no integrarse y aplicarse las medidas que conlleva la gestión integral de riesgos socioambientales en los instrumentos de ordenamiento territorial y de no tener una efectiva aplicación de estos, no será posible alcanzar un desarrollo más equitativo y sostenible, lo que significaría pensar en escenarios lamentables para nuestro país.
Notas
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[1] Impacto socioeconómico de los principales desastres ocurridos en México. Resumen Ejecutivo 2020, Centro Nacional de Prevención de Desastres. Disponible en el sitio https://www.cenapred.unam.mx/es/Publicaciones/archivos/455-RESUMENEJECUTIVOIMPACTO2020.PDF
[2] CENAPRED no tomó en cuenta durante este informe las defunciones asociadas a COVID-19, por tratarse de un patógeno nuevo y formar parte de otro ámbito administrativo del Estado.
[3] Estrategia municipal de gestión integral de riesgos de desastres, 2020. Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano y ONU HABITAT. Disponible en el sitio https://publicacionesonuhabitat.org/onuhabitatmexico/Gu%C3%ADa-Metodol%C3%B3gica-EMGIRDE.pdf
Frase clave: riesgos socioambientales, agenda de riesgos socioambientales
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