Escrito por 12:00 am Cultura, Rosa María Fajardo

Satonel. Plumas vivas de ángel

para Huberto Batis

La noche que encontré al ángel herido en el ala derecha podría decir, para embellecer el momento, que había cielo desbordado de estrellas, o que él venía a buscarme. Sin embargo, era una noche fría, de cielo espeso y sin nada particular; quizá sólo destacaba una ligera bruma como infausto augurio.

Yo había vagado por calles impregnadas de un áspero olor a muerte, caminando al lado de sombras extraviadas que se escurrían por las pestilentes coladeras. Al llegar a mi casa ni siquiera pude recordar el motivo por el cual salí muy de mañana, con el pelo empapado goteando sobre los hombros, la cabeza llena de ausencia y el estómago vacío.

Estaba a punto de dormirme cuando un fuerte aleteo ahuyentó el sueño y me sobresaltó el corazón. Subí a la azotea y lo primero que vi fueron unas alas enormes y los pálidos dedos de unos pies largos, delgados.

Me puse en cuclillas y le zafé con cuidado el ala atorada en la antena de la televisión. No emitió queja alguna; se quedó inmóvil y, con las piernas dobladas hasta el pecho, se dejó caer de lado encubriendo con su plumaje la radiante desnudez.

Corrí a traer una cobija y agua: lo cubrí y le ofrecí de beber, pero no quiso hacerlo. Le separé unas plumas para examinar la herida que sangraba abundantemente, dio un aleteo seco y volvió su rostro hacia mí; entonces vi sus ojos color abismo llorando.

Fui por una chamarra para mí, tomé gasa y alcohol, volví junto al ángel y le acaricié la herida. Me recargué en el tinaco y pasé la noche velándolo. Al clarear me venció el sueño.

Desperté enceguecida por los rayos del sol; apreté los ojos, los abrí y vi de espaldas al ángel, que, balanceándose en la cornisa, trataba inútilmente de emprender el vuelo. Me perdí unos instantes en el blanco azulado de las alas y su piel de luna. Luego me incorporé, fui a él y le acaricié las manos. Se volvió hacia mí sin reparar en su cuerpo desnudo, me miró y tocó con sus dedos índices mis pestañas. Le eché la cobija sobre los hombros y lo conduje a la casa. Pareció confiar plenamente en mí.

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Lo senté en la colorida silla de tule que está junto a la ventana, por donde se filtra un delgado rayo de luz; cambié la gasa del ala herida y desenredé con los dedos sus rizos negros. Fui a la cocina, le llevé agua y fruta, pero las rechazó. Luego fui en busca del pantalón vaquero que había dejado… ¡no importa quien! Se lo mostré y pareció ignorar su uso; entonces le ayudé a ponérselo y le quedó perfectamente ajustado. Caminó como presumiéndolo.      

Al llegar la noche, le cedí mi cama y me fui a dormir al sillón. Pasé largas horas pensando si el ángel había venido por mí o se había accidentado al pasear por encima de mi casa; pero lo que más me cuestionaba, es si se trataba de un ángel escapado del cielo o del infierno.

Amaneció boca abajo, con las alas extendidas y una inocencia celestial dibujada en el rostro, enmarcado por espesas cejas. Al sentir mi presencia en la habitación despertó sin sobresalto y así, sin incorporarse, permaneció largo rato con la mirada perdida en el paisaje del cuadro en la pared: un cielo cuajado en nubes. Entonces, la nostalgia emergió de las profundidades de sus ojos.

Me acerqué a la cama y le pregunté su nombre. No respondió y cerró los ojos. Recordé que en la alacena había un poco de miel y se la llevé al ángel, quien la comió ávidamente. Luego lo bañé. Sin resistencia se sumergió en el agua tibia; el vapor pareció agradarle, por primera vez vi en su boca una expresión cercana a la sonrisa.

Al terminar la ablución, lo conduje nuevamente a la silla junto a la ventana y le sequé con esmero el cabello, mientras le preguntaba todo lo que se me ocurría; pero él sólo escuchaba y me daba como única respuesta un silencio ensordecedor.

Tuvieron que pasar dos semanas para que escuchara la primera palabra de boca del ángel. Fue una noche en que, señalando con la mano, me pidió subir a la azotea. Se sentó en el filo de la cornisa y sujetó sus piernas con ambos brazos; concentró un instante la atención en el cielo tatuado de estrellas; luego, me miró profundamente a los ojos, volvió a tocar mis pestañas con sus dedos y sólo dijo: “Mujer”.

El tono de su voz era metálico, con un eco casi imperceptible. A partir de entonces, hicimos al insomnio invitado de honor para dar espacio a interminables conversaciones. Le hablé de mis irrelevancias humanas, y él me contó de su cielo y de su infierno.

Satonel se llamaba, es decir, que era ajeno tanto al Bien como al Mal; su perfección no daba pie al equívoco, y por ello no se arrepentía ni necesita pedir perdón de nada. Yo, en cambio, llevaba a cuestas todas las deficiencias terrenas y debía luchar con mis demonios.

Al paso de los días, su aspecto angelical pareció mermado por la trivialidad de lo terreno; más de una vez lo encontré junto a la ventana mirando a los pájaros surcar el cielo, con los abismos oculares desbordados en mares. Antes de morir la tarde, después de regar religiosamente mi planta de Santa María, Satonel paseaba por las habitaciones leyendo algún libro, rozando con sus enormes alas los muros, donde su sombra jamás se proyectaba. Para encontrarlo, sólo tenía que seguir el rastro de plumón disperso en el piso.

Sus alas me hicieron imaginar alturas y mis pies lo retuvieron en tierra. Pero olvidé algo: Satonel no era de este mundo, demasiado intrincado para su vuelo, tanto que le hacía herirse las alas; y aunque yo creyera alcanzar el cielo, terminaba al ras del suelo, mordiendo el polvo.

Una noche de cielo imantado, estando en la azotea, Satonel y yo abandonamos nuestros cuerpos para volvernos esencias volátiles. El cielo, indignado, desbordó gélido llanto ante el pecado, pero las alas de Satonel camuflaron mi humanidad haciéndome conocer la cara oculta de Dios. En tanto, Lucifer observaba, sin perder detalle.

Mi ángel y yo empezamos a dormir juntos, nunca antes de terminar de leerle un cuento: cuentos de mundo, los llamaba él. Abanicada con sus alas y sujeta a su cintura, emprendíamos el vuelo más allá de los cielos submarinos, y nos atrevíamos a pasar al ras del infierno.

Una tarde, al volver a casa, pensé encontrar a Satonel sentado en la colorida silla de tule junto a la ventana, absorto en su lectura; pero sólo vi un libro abandonado sobre la silla y algunas vulgares plumas de los pájaros, con los que finalmente se había ido, regadas en el piso.

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Días convertidos en meses, permanecí despierta, alimentándome sólo de miel y contemplando las noches junto a la antena de la televisión. Me resistía a aceptar que la pesada ancla de mi humanidad me impidiera seguir a Satonel en su vuelo. Odié al sol, que no dejaba de emitir sus rayos, sin importarle que yo estuviera en penumbra, y odié a la vida, que transcurría sin rendir culto a los muertos.

Tuve miedo de la llegada de las primeras lluvias; del regreso del insomnio como único acompañante de mi soledad.

Con la primera luna llena del siguiente año, volvió mi ángel, con los mismos pantalones vaqueros que le puse; pero ahora la barba le asomaba en sus blancas mejillas.     

Satonel había probado mundo. En vuelos nocturnos, emigró con golondrinas; se internó en bosques con mariposas monarca, lamió ciudades con pájaros callejeros; aunque algunas veces –según me confesó–durmió al pie de mi ventana sin que yo lo supiera.

No volvió para quedarse, sino para poder borrar los vestigios de nuestros amores, con una última noche de “batallas de amor en campos de pluma”. Encontrar a mi ángel para luego volver a perderlo fue deambular por el mundo con ojos de perro, asida a la nada.

Fue nuestro último vuelo a cielo abierto. A la mañana siguiente, Satonel se quitó sus pantalones vaqueros y los dejó sobre la cama; me besó los párpados y salió por la ventana, intimidando al infinito con la extensión de sus alas desplegadas.

Ante la ausencia definitiva de mi amante, la muerte empezó a cortejarme con sutiles artes, instilándome sus dulces venenos. Ahora los días se coagulan en noches, y duermo aferrada a la almohada que rellené con el plumón que Satonel dejó disperso en la alcoba. Sobrevivo envuelta en sueños anodinos, a la deriva en eriales como océanos, buscando en los recovecos rastros del olor de mi ángel y deshilvanando la frágil puntada que tiene presa mi alma en este cuento de mundo.

(No me quito nunca sus pantalones vaqueros).

*Publicado originalmente en Revista Generación. Año XI. Núm. 29. México. Agosto-septiembre 2000. pp. 60-61.

Huberto Batis (Guadalajara, Jalisco, México, 1934)
escritor, crítico, ensayista, editor y catedrático mexicano. Estudió licenciatura y maestría en Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cofundó la revista literaria Cuadernos del Viento, donde publicó obra de casi toda la Generación de Medio Siglo; editor y director de la Imprenta Universitaria; corrector de la Revista de la Universidad; director del Boletín de la Facultad de Filosofía y Letras. Ha colaborado intensamente con publicaciones literarias tales como La Revista de Bellas Artes, para periódicos como unomásuno y su suplemento literario sábado, así como para la revista Siempre! Colaboró como crítico literario en los suplementos México en la Cultura de Novedades, La Cultura en México de la revista Siempre!, El Heraldo en la Cultura. Autor de diversos libros, en su faceta de editor es reconocido como uno de los más relevantes descubridores de nuevos talentos. Ha marcado un estilo editorial innovador e irreverente y abierto foros de discusión libres de censura. Batis ha laborado en el campo de la investigación literaria en instituciones como El Colegio de México y el Centro de Estudios Literarios de la UNAM. Fue coordinador de los Cuadernos de Poesía, editados por la UNAM y encargado del Taller de Ensayo de la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha trabajado también como catedrático en su alma mater y máxima casa de estudios de México, la UNAM. Batis ha laborado en el campo de la investigación literaria en instituciones como El Colegio de México y el Centro de Estudios Literarios de la UNAM. Fue coordinador de los Cuadernos de Poesía, editados por la UNAM y encargado del Taller de Ensayo de la Dirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha trabajado también como catedrático en su alma mater y máxima casa de estudios de México, la UNAM. Premio Jalisco de Literatura, 1999. Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez, 2001, que otorgan quienes han ganado el premio en la feria internacional del libro de la U. de G. Medalla de Oro de Bellas Artes, por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en 2010.
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