Cuando en el siglo XII Francisco de Asís generó lo que puede considerarse el primer gran cisma de la Iglesia Católica, la reacción de los poderes establecidos fue tan furibunda como equívoca.
El planteamiento de Francisco era simple: los papas habían traicionado el espíritu del cristianismo, que era vivir en la humildad y austeridad enseñada por Jesús, y no poseer nada más allá de lo indispensable para una vida con dignidad.
Francisco, se afirma en la historia cristiana, fue el primer estigmatizado. La cuestión es mayor si se piensa desde el simbolismo católico: el portador de las marcas de la cruz era al mismo tiempo el predicador de la humildad, el ministro que reconciliaba al hombre con la tierra y el universo, devolviéndoles la dignidad de igualdad frente a una humanidad arrogante y que ya en esos tiempos se revelaba destructora y avasalladora del mundo.
La respuesta dogmática no se hizo esperar y fue Tomás de Aquino el responsable de ofrecer una dura respuesta filosófica y teológica: en su perspectiva (en la Suma contra los Gentiles), sostiene que la donación y renuncia a los bienes y a la riqueza es pecaminosa, porque al renunciar a la riqueza implica renunciar a una de las mayores virtudes cristianas: ¿cómo dar caridad si se ha despojado uno de todo? La trampa argumental es a todas luces evidente…
De manera lamentable, el catolicismo optó por la opción de Tomás de Aquino y “toleró”, colocando al margen de la doctrina y del propio poder eclesial, a lo que posteriormente se denominaría como “las órdenes mendicantes”. No serían pocos los franciscanos que darían una férrea pelea, destacadamente en la época, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham.
El escándalo de la Cruz puede y debe, en nuestros días, ser traducido a una visión laica y, en la medida de lo posible, ajena al discurso religioso. Porque aún en el caso del buen Francisco, la responsabilidad última de la pobreza es la voluntad de Dios, es decir, a pesar de la condena a la opulencia y su ostentación, de la pobreza de las mayorías la divinidad es la última responsable en tanto que es resultado de su insondable e inescrutable voluntad.
El escándalo de la cruz y del crucificado, desde una perspectiva no religiosa, obliga a pensar en una ética sin dioses. Es decir, una ética pública compartida por todos, desde la cual la solidaridad con los otros sea un mandato producto de nuestra conciencia ante la irrenunciable e inevitable vulnerabilidad compartida con todos las personas humanas ante la enfermedad y el hambre.
Cuando Caín asesinó a Abel se escondió de Dios; cuando fue “encontrado” la principal recriminación le fue hecha no solo por el crimen cometido, sino por el sentido del mismo: la renuncia cínica a la responsabilidad de cuidar solidaria y respetuosamente de nuestros semejantes. Por eso Caín fue otro estigmatizado, pero aquel con la marca de la maldad, con el signo del oprobio por renunciar a la más básica vocación de humanidad.
Cuidar de los otros, no por mandato de Dios, temor a su castigo o búsqueda de retribución; pensado con seriedad, cualquiera de esas razones es interesada; deberíamos por ello ser capaces de construir una nueva ética civilizatoria dirigida al cuidado de la casa común y de todo y todos los que en ella habitamos.
El escándalo de la cruz ya no es solo, en nuestros días, la pervivencia de la infame pobreza en que viven más de tres mil millones de seres humanos en el mundo; tampoco en la impresentable desigualdad que nos caracteriza; no es únicamente la sádica violencia que lastima y mata todos los días; no, el escándalo hoy se encuentra también en la indiferencia frívola ante el dolor ajeno; pareciera que un cuervo nos hubiese sacado los ojos de la ética y nos hubiera arrojado al mundo para denigrar de manera ciega, a diestra y siniestra a quienes nos rodean.
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