El cuerpo de Aylan Kurdi apareció muerto, en 2015, en las playas de Turquía. Unos días después sería encontrado, también muerto, el cuerpo de su pequeño hermano. Ambos fallecieron ahogados en el Mediterráneo, intentando llegar a Europa, huyendo de la violencia, la guerra y la pobreza de Siria.

El Salvador es uno de los países más violentos del mundo; y tiene una de las tasas de homicidio más elevadas en el mundo, para países que no están oficialmente en guerra. De ahí provienen decenas de miles de personas que buscan llegar a los Estados Unidos de América, y de ahí venían Valeria Martínez y sus padres.

Resulta desgarradora la escena e imágenes del cuerpo del padre y de su pequeña hija, muertos, tirados a la orilla del Río Bravo, donde han fallecido también miles de personas en su desesperado intento de llegar al otro lado de la frontera y tratar de iniciar una nueva vida, con mayores condiciones de dignidad que en sus países de origen, incluido México, por supuesto.

Debemos ser enfáticos; se trata de un escándalo. Ninguna persona debe morir en estas circunstancias; ninguna niña o niño debe padecer tanto dolor, espanto y una muerte tan aterradora como esa: lejos de casa y en el más absoluto abandono.

Estamos fracasando como humanidad

Es cierto que ha habido muchos más casos y no generaron una crítica como la que se ha generado a escala mundial. Por ello, nuestra reacción, en consecuencia, debe ser de mayor indignación aún, pues en cada uno de los casos ocurridos debió generarse una masiva protesta y un fuerte llamado a la vergüenza que algo así debe provocarnos: estamos fallando como sociedad y estamos fracasando rotundamente como humanidad.

También es verdad que no podemos decir que “todos somos responsables de esta tragedia”. Plantearlo así diluye la responsabilidad de quienes tienen el mandato expreso de tomar decisiones políticas y de política pública en los países de origen, tránsito y destino de personas migrantes en situación irregular.

A pesar de lo anterior, todos estamos obligados a hacer algo distinto; exigir un nuevo Estado social; y contribuir a la generación de nueva sociedad global de bienestar. Aún hay tiempo de hacernos cargo de nuestros hermanos, y aún es tiempo de negarnos a ser portadores de la marca de Caín.

Por eso es desesperante escuchar los discursos oficiales y el corifeo de sus porristas; porque más allá de que es cierto que hemos padecido una auténtica pesadilla neoliberal, lo es igualmente el hecho de la urgencia de construir un gobierno tan popular como eficaz, tan moralmente solvente como profesional en el diseño de sus políticas públicas; y tan férreo en el combate a la corrupción como flexible y sensible para destinar oportunamente recursos para aliviar el dolor cuando éste llega y aflige a los más desvalidos.

Valeria Martínez, ícono de la perversidad de un sistema corroído

La imagen de Valeria Martínez, de apenas 23 meses de edad, tirada muerta porque no hubo un Estado que la protegiera en su país, y no hubo un Estado comprometido hasta las últimas consecuencias con la niñez durante su tránsito hacia los Estados Unidos, es un ícono en el que se cifra toda la perversidad de un estilo de desarrollo corroído hasta las entrañas.

Bertolt Brecht escribió un poema titulado “Viajábamos en un coche cómodo”, y creo que en él se resume el sentimiento que debe estar invadiéndonos estos días a todos los que hemos visto la desgarradora imagen de Valeria Martínez y su padre. El poema es el siguiente:

Viajábamos en un coche cómodo
por una ruta lluviosa.
Y vimos a un hombre harapiento cuando ya caía la noche.
Con profundas reverencias nos hacía señas de llevarlo.
A nosotros nos esperaba un techo y teníamos un lugar y pasamos
de largo.
Y oímos cómo decía yo con un tono amargo: no,
no podemos llevar a nadie.
Mucho más adelante, quizá a un día de marcha,
repentinamente me asusté de esa voz mía,
de aquel comportamiento mío y de todo
este mundo.


Sigue al autor en Twitter: @saularellano

Lee también: “Niñez explotada”

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