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Se acumula el enojo

Se acumula el enojo

La inundación de la ciudad de Tula, que dejó como saldo al menos 18 personas fallecidas y más de 10 personas evacuadas, es sólo una de las múltiples imágenes que se están viendo en el territorio nacional ante la fuerte temporada de lluvias que está en proceso en el territorio nacional.

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En Veracruz, Tabasco, Guerrero, Michoacán, Guanajuato, y evidentemente la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, donde el desastre más visible ha sido hasta ahora el derrumbe del Cerro del Chiquihuite, hay numerosas localidades que han enfrentado duros días, frente a los cuales poco sirve decir simplemente que “así es la naturaleza” y que nada más hay qué hacer.

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Por si fuera poco, el sismo del pasado 7 de septiembre, pero también los “enjambres de sismos” en Michoacán y Guanajuato, y las resientes explosiones en el Volcán Popocatépetl, nos recuerdan que México es un país con altos niveles de vulnerabilidad y va en aumento el enojo.

Ante el cambio climático y sus efectos extremosos, como los que estamos viendo, es evidente que los gobiernos locales no cuentan ni con los recursos ni las capacidades para enfrentarlo. Pero tampoco existe, al menos no de manera visible, una estrategia nacional de coordinación y de mitigación de los efectos del cambio climático y el calentamiento global. Y es un hecho, a estas alturas de la administración, que la estrategia de “Sembrando Vida” quedará muy lejos de sus metas originales y, más aún, de resultar suficiente para atender los problemas estructurales que enfrentamos.

En esa perspectiva, es importante subrayar que los gobiernos no pueden ser omisos respecto de la desgracia de las personas que pierden su patrimonio ante este tipo de desastres, que si bien dependen del comportamiento del clima, también responden a factores humanos: pésima planeación urbana, una muy deficiente infraestructura de servicios básicos como el alcantarillado y el drenaje; carecemos prácticamente de cualquier infraestructura de drenajes pluviales en las principales ciudades del país; arrastramos y mantenemos una muy cuestionable política de gestión del agua; pero también una perversa lógica depredadora del suelo, por citar sólo los temas más visibles.

En ese sentido, es importante destacar que, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Vivienda, 2020, presentada recientemente por el INEGI, el 61%, de las viviendas del país (21.5 millones) enfrentan problemas estructurales. Y no debe olvidarse que los desastres afectan principalmente a aquellas con mayores rezagos, es decir, donde habitan las personas más pobres y en mayores condiciones de vulnerabilidad social.

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Siempre, ante este tipo de eventos, una vez que se superan los primeros días, comienza a aflorar y a crecer el sentimiento de enojo, frustración y desesperanza, porque para muchas familias no hay retorno. Es decir, sus viviendas se pierden en su totalidad, o incluso, el terreno donde estaban simplemente ya no existe o no es apto para volver a construir.

No puede soslayarse el hecho, de que todo esto ocurre en medio de una de las mayores crisis económicas de la historia; en medio de una pandemia de la que aún estamos lejos de salir; en un país donde en 18 meses se acumulan 1.5 millones de defunciones (por todas las causas), y donde la violencia, la criminalidad y la inseguridad no mejoran sustantivamente.

Sería un error no considerar que el enojo social, en las crisis, se acumula, crece y puede estallar si no se toman las medidas necesarias, con oportunidad, sensibilidad y empatía. Por eso la presencia del Ejecutivo en los territorios afectados siempre será relevante; no para tomarse la foto, sino porque estar ahí, en tierra, le permite dimensionar la magnitud de los problemas y tomar decisiones estratégicas, movilizar al gabinete y ponerse al frente de la coordinación con estados y municipios.

En medio de la desesperanza y el temor de perderlo todo, sobre todo la vida de familiares y seres queridos, las personas requieren tener certidumbre mínima de que hay un Estado que les garantiza que no estarán solas, y que habrá solidaridad.

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