Es difícil imaginar cómo se perciben el mundo y la vida sin poseer la capacidad de leer o escribir al menos un mensaje o un recado. Un mundo sin letras es un mundo incompleto, pues, si bien existe la posibilidad de aprender y de vivir con dignidad, quien carece de tal capacidad se ve privado de conocer y habitar en mundos que coexisten como correlatos de la realidad actual que tenemos enfrente como parte de nuestra cotidianidad.
En nuestras sociedades se habla también de “analfabetismo funcional”; es decir, personas que aun teniendo conocimiento de lecto-escritura no los utilizan o bien, no tienen idea de cómo sacarle mejor provecho.
Aunado a lo anterior, se habla ahora además de “analfabetas digitales”, entre quienes se encontrarían quienes saben leer y escribir y practican cotidianamente actividades de lectura y escritura, pero no cuentan con la capacidad de interactuar con las nuevas herramientas y tecnologías de la información.
Mencionar lo anterior tiene sentido, sobre todo porque permite dimensionar el nivel de rezago y desventaja en que se encuentra una persona iletrada. Es decir, estas “escalas” permiten medir el grado de injusticia que viven quienes definitivamente no tuvieron la oportunidad de tener contacto con el mundo de la escolarización ni con el de la alfabetización.
Estamos hablando de una magnitud muy grande: se trata de casi 5.5 millones de personas que, sobre todo en las regiones y pueblos indígenas, han visto incumplido de manera absoluta su derecho a la educación, con oportunidad y con calidad, tal y como lo establece nuestra Constitución.
Para el Estado mexicano el reto es claro: podemos y debemos avanzar rápidamente hacia un país en el que el analfabetismo sea una característica marginal de nuestra sociedad, esto es, lograr un indicador por debajo del 2% de la población mayor de 15 años que no sabe leer ni escribir.
Lograrlo significaría un acto de justicia social, y permitiría cerrar una de las brechas más vergonzosas que se mantienen como parte del catálogo de injusticias y derechos incumplidos que prevalecen a lo largo y ancho del país.
A lo anterior debe agregarse el dato del Censo de 2010 en el cual se consigna que en ese año había más de 400 mil niñas y niños entre los 8 y los 14 años de edad en condición de analfabetismo; es decir, se trata de niñas y niños que de manera obligatoria deberían cursar al menos el tercer grado de la primaria, y en los casos extremos, deberían estar ya terminando la educación secundaria.
Para estas niñas y niños el futuro inmediato está cancelado: no tienen posibilidad de estudiar, y en cientos de miles de casos se trata de niñas y niños que están atrapados en la pobreza, la marginación o la segregación social, amén de pertenecer, desde ya, al mundo del trabajo más precario; es decir, el trabajo informal pues de inicio no tendrían por qué desarrollar actividades productivas, en tanto que a su edad toda actividad laboral está prohibida por la Ley.
Nos encontramos ante una de las agendas más olvidadas de la política pública, y estamos obligados a ponerla al centro de la discusión, porque su persistencia implica una enorme deuda ética con quienes menos tienen.
El analfabetismo tiene severos costos sociales y económicos para una población: incrementa la mortalidad materna e infantil; restringe la capacidad de generar ingresos por arriba de las líneas de la pobreza; e imposibilita incrementar la competitividad y la productividad de las y los trabajadores.
Erradicar el analfabetismo es posible; contamos con los recursos y las capacidades para hacerlo, sobre todo con base en nuevos enfoques basados en perspectivas de derechos humanos, tales como el principio del envejecimiento activo y la educación para todos y en todas las edades.
Mario Luis Fuentes Director general del CEIDAS, A.C.; en la UNAM es integrante de la Junta de Gobierno; Coordinador de la Especialización en Desarrollo Social del Posgrado de la Facultad de Economía; Investigador del Programa de Estudios sobre el Desarrollo; y titular de la Cátedra Extraordinaria Trata de Personas. |
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