¿Qué significa ser el otro? Es decir, se es “el otro”, pero, ¿respecto de quién? Hay dos opciones de respuesta: 1) se es “el otro” respecto de quienes considero son “mis diferentes”, o 2) se es el otro respecto de quienes considero “mis semejantes”. De asumir una u otra ruta se desprenden consecuencias tremendas cuando se trata de construir un proceso civilizatorio, del cual no debe perderse de vista que el proceso de “desarrollo” es sólo una de sus aristas
Si se asume que soy “el otro” respecto de quienes son “mis diferentes” se corren riesgos muy grandes, porque el diferente puede ser asumido como “un aliado”, pero también como “el enemigo”, como “la amenaza”. De esto tenemos incontables ejemplos a lo largo de la historia humana, y es sin duda la ruta que se trazó en la Modernidad, como proyecto civilizatorio.
Cuando se asume que “el otro” es diferente de aquello que “yo mismo soy”, también se abre la posibilidad de torcer la ruta lógica y derivar de esta pretendida circunstancia que el otro puede ser considerado como inferior, peligroso o dañino para lo que yo, en tanto lo que soy, considero como lo idóneo para la sociedad.
Si no se pensara así, no habría sido posible, por ejemplo, la peregrina y corrosiva pretensión positivista de promover el “orden y el progreso”, donde el primero de los términos de esta fórmula puede fácilmente ser traducido como ejercicio de la violencia del Estado para reprimir y someter y el segundo como un proceso ascendente de mejoría de las condiciones de riqueza y bienestar, pero para aquellos que considero que son parte del “nosotros”.
De igual modo, asumir una pretendida exclusividad del “yo y los que son como yo” acarrea implícitamente la idea de la posibilidad de dominio sobre todo aquello que se encuentra fuera de nuestra “cómoda y confortable esfera”, constituida por el “nosotros” y su mundo circundante.
Así es como se ha construido la historia de los pueblos y las civilizaciones sometidas y también aniquiladas en la modernidad. Porque a pesar de los ideales de igualdad, libertad, justicia y fraternidad que se han enarbolado en diferentes momentos durante al menos los últimos 500 años, en nombre de la razón, la democracia y todo lo demás que se argumenta desde la ideología liberal y otras más se han cometido verdaderos actos de barbarie, precisamente en contra de “los diferentes”.
El tema es de crucial relevancia frente al reclamo ético que nos plantea la cuestión indígena; en México, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) estima que más de 25 millones de personas se identifican como parte de alguno de los pueblos originarios; y el propio instituto estima que, entre ellos, los hombres laboran hasta 59 horas semanales en jornadas extenuantes, mientras que las mujeres dedican hasta 70 horas a la semana, la mayor parte en actividades domésticas no remuneradas.
Hasta el año 2014 sabíamos que prácticamente 75 de cada 100 personas hablantes de lenguas indígenas eran pobres y que sólo 3 de cada 100 eran consideradas como no pobres y no vulnerables, lo que no es sino el injusto resultado de que, como proyecto civilizatorio, fueron asumidos precisamente como “los otros”; como “los que niegan el progreso”; como “los flojos”, “los ladinos”; convirtiéndolos inmisericordemente en “los sin voz”, y condenándolos a las peores condiciones de rezago e injusticia.
Hoy tenemos la oportunidad de entender que los otros son nuestros semejantes y que estamos ante la responsabilidad ética de convertirnos, a nosotros, en “los otros”, que somos los mismos, que somos ellos, que somos todos compartiendo la misma humanidad y que no hay justificación para la horrorosa realidad construida, en la cual el hambre, la miseria, la desigualdad y la opresión se convierten en el destino casi inevitable para la mayoría de ellos, condenándonos todos a vivir en la otra miseria: la de ser quienes discriminamos y excluimos.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 8 de agosto del 2016