Una de las principales ofertas de campaña del presidente de la República fue la de serenar al país. Efectivamente, eso es urgente, y para ello el Ejecutivo debe serenar también su lenguaje.
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Esta semana, México Social dio a conocer, vía una entrevista con el Director General de Estadísticas Sociodemográficas del INEGI, que la cifra de homicidios dolosos de este país podría estar subestimada.
Lo anterior debido a que, además de las 36,685 víctimas registradas de forma definitiva en 2018, hay 5,556 personas que fallecieron por causas accidentales o violentas. De éstas, el 17.7% el deceso fue causado por disparo de arma de fuego o herida causada por arma blanca.
Ello implica que la cifra de homicidios intencionales podría ser de alrededor de alrededor de 37,668, o bien, un equivalente a 103 víctimas diarias de asesinatos a lo largo del año pasado.
Para este 2019 el escenario es peor, pues ese promedio diario ya se alcanzó. Solo considerando las cifras preliminares del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, las cuales son, en promedio, 9% inferiores a las que computa el INEGI de manera definitiva.
En medio de esta mortandad, cabe preguntar qué significan los hechos trágicos de Culiacán. A pesar de haber suspendido el operativo, hubo al menos una decena de personas fallecidas.
¿Qué significa el asesinado del alcalde del municipio de Chalco? ¿Qué significa el asesinato del diputado local y líder estatal de la CNC en Veracruz? Y también, ¿qué significa la masacre de la familia LeBarón en los límites de Chihuahua y Sonora?
Este último caso es emblemático del malestar social, pues en él se cifra lo peor de nuestra sociedad. En primer lugar, dada la espiral de locura, terror y furia en la que han entrado los grupos de la delincuencia organizada.
En segundo lugar, por lo escueto y distante de la condena del hecho de parte de las autoridades, tanto estatales como del gobierno de la República. Y, en tercer lugar, quizás aún más preocupante, por la indolencia de amplios sectores sociales, que, ante la cruenta masacre, respondieron con la miseria discursiva dirigida a la criminalización de las víctimas, arguyendo que sus familiares podrían tener vínculos delincuenciales.
Ante tanto dolor y violencia, estamos frente a un riesgo real de caer en la espiral del silencio. Y que esta espiral nos conduzca a la incapacidad de reconocernos en el temor y la angustia de los demás.Estamos en riesgo de convertirnos en una sociedad en la cual cada vez estamos más distantes unos de otros.
Es difícil encontrar algo más atroz, en términos de opinión pública, que una tendencia en redes sociales, al parecer orquestada, difundiendo mensajes de una insensibilidad total. De corte racista, clasista, en algunos de ellos se escribía que: “a los niños de la Guardería ABC les faltó ser güeritos o apellidarse LeBarón”. O bien: “el tío de las niñas y niños es un priista que ha lucrado concesiones de agua”.
Una de las principales ofertas de campaña del presidente de la República fue la de serenar al país. Y efectivamente eso es urgente. En ese sentido, es importante recordar que el titular del Ejecutivo reitera constantemente que el ejemplo es fundamental para transformar la vida pública. Pero, en este tema, poco ayuda el esquema de retórica de conflicto que ha puesto en práctica desde que llegó a la presidencia.
De manera implícita, que el jefe del Estado hable de liberales versus conservadores, de progresistas contra mafia del poder, de prensa libre contra prensa vendida constituye, aunque no se lo proponga, una invitación a que sus simpatizantes no sólo desplieguen una estrategia similar, sino que la radicalicen.
La transformación que busca el jefe del Estado puede darse en el ámbito de una nueva moralidad, si se quiere, pero de corte cívico. Por ello, el Ejecutivo debe serenar su lenguaje. Porque el lenguaje habla por sí mismo: puede desplegar su forma de pensar sin necesidad de construir dicotomías o adjetivar a quienes piensan distinto a él.
Adjetivar implica precisar y delimitar, pero también etiquetar y señalar. Más aún, adjetivar desde el poder implica una invitación a la acción, porque, si algo caracteriza al juego político, es precisamente ir en contra de la quietud o la inmovilidad.
Regenerar a la vida pública para serenar al país debió comenzar con una nueva retórica de paz sin confrontación. De convocatoria al diálogo, el cual implica capacidad y, sobre todo, disposición de escuchar a quien piensa distinto y sujetarse a la regla del mejor argumento.
Desde la confrontación o la polarización, convocar a todos en torno a un propósito común mayor se vuelve prácticamente imposible.
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