El titular del Ejecutivo federal decidió no invitar a las ceremonias cívicas de conmemoración del inicio de del movimiento que llevó a la Independencia de México, a los representantes de los otros Poderes de la Unión. Es cierto que legalmente el presidente de la República no está obligado a hacerlo; sin embargo, esta determinación sí resulta contraria a las normas de la civilidad y la cortesía política.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Lo anterior puede comprenderse mejor al destacar que la conmemoración de las fiestas patrias es un evento del Estado mexicano; no una celebración exclusiva del presidente. Y en esa lógica, debe subrayarse que el Estado mexicano tiene a tres Poderes, que son autónomos entre sí y que tienen el mismo rango y jerarquía constitucional, con la explícita división y distribución de competencias y funciones.
El argumento sobre el que el titular del Ejecutivo sostuvo su decisión es que en el Poder Judicial “no apoyan a la transformación” y, por lo tanto, de ahí deduce que están en contra del pueblo de México. La acusación en sí misma es grave, y lo es más considerando el carácter excluyente del discurso del Ejecutivo, con todas las implicaciones que ello tiene para nuestra democracia.
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Lo que el presidente sostiene constituye una inaceptable petición de principio: y es que todas y todos debemos aceptar que su movimiento es el único representante legítimo de los intereses nacionales; que no solo estamos obligados a coincidir en propósito, sino en métodos y estrategia; y que, de no hacerlo, automáticamente eso nos convierte en reaccionarios, conservadores, y todos los adjetivos e improperios que se lanzan desde el poder presidencial ante cualquier manifestación de disenso.
Con la decisión que toma, el titular del Ejecutivo da un nuevo paso al frente y decide apropiarse de los símbolos patrios con la intención de asociar su figura personal a la identidad patria. Una cuestión que resulta contraria a la vocación republicana que él mismo exige a todas y todos los demás, porque en sentido estricto, la patria y el significado de ese concepto, nos pertenece a todas y todos, y al mismo tiempo, a nadie en particular.
Esa es la esencia de la democracia: el poder le pertenece a la totalidad de la ciudadanía, pero no tiene etiqueta que lo individualice. Y si bien la jefatura del Estado le corresponde al titular del Ejecutivo, la composición orgánica de la República Mexicana establece que el poder de la Unión se divide en tres instancias que se deben respeto y cordialidad entre sí.
En ese sentido, la existencia de un Poder Judicial autónomo, en tanto máxima instancia de control constitucional, resulta fundamental para el adecuado funcionamiento de las coordenadas del orden democrático nacional. Porque su funcionamiento y eficacia son condición necesaria para que la Constitución prevalezca y para que el Estado de derecho sea el marco general de actuación para todas y todos los individuos y especialmente, para aquellos con responsabilidad jurídica y política.
La decisión presidencial debe entenderse además en el contexto político-electoral del momento, en el que lamentablemente, a pesar de sus dichos, el Ejecutivo no deja de actuar como jefe de campaña, y no deja de presentarse como Presidente sólo de quienes comulgan con sus ideas. En esa perspectiva, lo que se estará viendo en las celebraciones del fin de semana es una lógica de auto elogio y de un culto a la personalidad que se ha visto pocas veces en el México contemporáneo.
No es menor que el presidente regresó en estos días de Chile, país donde se llevó a cabo un gran homenaje a Salvador Allende; y eso hace que la parada militar de nuestro país cobre una significación más que especial, porque se da ante las fuerzas armadas con mayor poder y recursos de que se tenga memoria en la vida democrática del país.
El complejo militar-empresarial que se ha formado en los últimos cinco años es inédito en la historia de nuestro país, y es momento de pensar seriamente cómo detener el proceso de cesión de cada vez más espacios de la vida pública a un Ejército constitucional, cuyas tareas y responsabilidades están claramente determinadas en la Carta Magna, y al cual no es conveniente desvirtuarlo ni en su esencia ni en su propósito.
Las paradojas son cada vez más visibles. Al inicio de su mandato, el presidente López Obrador llegó a afirmar que “si por el fuera, desaparecería al Ejército”; cinco años más tarde, estará de pie en Palacio Nacional, como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, recibiendo el saludo y la manifestación de lealtad de quienes integran a los cuerpos castrenses más numerosos, con más recursos y con más adiestramiento de nuestra historia.
La paradoja se encuentra en que esa lealtad es a la institución presidencial, y no a la persona que tiene la responsabilidad de desempeñar el cargo. Lo cual es relevante destacar porque la línea que separa a ambas nociones es muy delgada, pero sobre todo frágil, y ante la cual, a pesar de sus discursos e incluso de sus convicciones, han sucumbido muchos a lo largo de la historia.
El intento de apropiarse de los símbolos patrios y de convertirlos en virtud personal, de quien sea, constituye un despropósito que debe evitarse a toda costa. El Ejecutivo Federal no requiere de tales desplantes, y, al contrario, mostrar vocación y talante democrático, tolerancia y respeto al disenso, serían lo deseable para atemperar los ánimos que están cada vez más crispados y enconados en todo el país.
El presidente de la República, por su fuerza y predominio de la voz pública en México, está obligado a desplegar una conducta democratizante de la vida pública y de la suficiente fuerza pedagógica para mostrar a la ciudadanía que, reconociendo las diferencias y el disenso, el diálogo es posible, el entendimiento es viable y la convivencia civilizada es la norma que nos rige en nuestra democracia.
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Investigador del PUED-UNAM
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