Esta semana se dieron a conocer datos preliminares respecto de la situación de la pobreza en el país. Las cifras son auténticamente dramáticas, pues nunca en la historia del país había habido un número similar de personas en esta circunstancia: alrededor de 67 millones de personas que se encontrarían bajo las condiciones que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) define como pobreza multidimensional, y de las cuales, alrededor de 18.3 millones se encontrarían en pobreza extrema.
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La cuestión es de una relevancia mayor, pues si el incremento en el número de pobres fue de 14.6 millones, como efecto de la pandemia, y de ellos, 9 millones son pobres extremos, esto significa que no sólo fueron afectadas personas de la clase media baja, que cayeron por debajo de la línea de la pobreza, sino que, además, millones de quienes ya estaban en esa condición enfrentan la agudización de sus carencias, tanto de ingresos como de acceso a servicios.
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Este fatídico incremento obliga a la reflexión en torno a la política social del Estado Mexicano; en primer lugar, porque habría qué determinar efectivamente cuántas personas de las que ya eran pobres, cayeron en la pobreza extrema, y si los recursos y apoyos que reciben corresponden a esa condición. Y, en segundo lugar, la pregunta obligada es cómo hacer, con una caída de 8.5% de la economía en 2020, para incorporar a los programas sociales a las personas que ahora son pobres.
La cuestión, como se observa, rebasa con mucho a la estructura y diseño de los programas de que dispone el gobierno federal; frente a lo cual es indispensable insistir en que no habrá reducción sustantiva de la pobreza si no hay crecimiento sostenido con empleos dignos. Al respecto, es imprescindible destacar los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI, en la que se muestra que, si bien en los últimos trimestres se han recuperado empleos, éstos son mayoritariamente de bajos ingresos y con prácticamente nulo acceso a prestaciones económicas y sociales.
La situación también convoca a reflexionar en el hecho de que esta es la primera pandemia de la era globalizada; y que, en ese contexto, las respuestas que se han dado distan mucho de tener un alcance planetario en el sentido de tener respuestas sustentadas en la solidaridad, la cooperación y la ayuda mutua entre las naciones.
México tiene mucho qué decir en esto; y no sólo se trata de exigir acceso equitativo a las vacunas en el concierto internacional; sino que la respuesta a la crisis debe darse con un carácter integral y, de hecho, repensar cuáles son los alcances de un proceso globalizador que pone énfasis en los flujos económicos pero que niega la movilidad de las personas y que relega a la cooperación internacional a un asunto casi de mera asistencia a los países menos aventajados.
La pandemia y sus efectos parecen darle la razón a las y los filósofos que han planteado la existencia de esferas de la justicia -sobre todo cuando se trata de la protección de bienes primarios: ingreso básico, salud, alimentación y educación-, que no deben estar regidas exclusivamente por las reglas de la oferta y la demanda; sino que los Estados deben ser capaces de mantener espacios de regulación que garanticen el cumplimiento de los derechos humanos para sus poblaciones.
Esto lleva necesariamente a la cuestión relativa a los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) los cuales, ante los datos nacionales, se encuentran severamente comprometidos en prácticamente todas las metas sustantivas: hoy, respecto del 2018 tenemos peores indicadores educativos, de salud, de alimentación, de ingreso, de pobreza y muy probablemente de desigualdad.
En esa lógica, debe comprenderse que el cumplimiento de los ODS sería apenas el mínimo vital reconocido a través de las tesis que ha emitido la Suprema Corte de Justicia de la Nación en México, y que permitirían cimentar un renovado Estado de bienestar.
Ahora bien, para conseguir lo anterior es necesario el desarrollo de más y más democracia; pues sólo con una amplia base políticamente plural, y un debate diverso y complejo, podrá construirse un auténticamente renovado régimen de gobierno, respetuoso de las libertades políticas y civiles, y al mismo tiempo, garante de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población.
En este contexto, debemos tener cuidado de no confundir la amplia popularidad del presidente de la República, con la legitimidad del régimen democrático en su conjunto; pues, de hecho, el nuestro es uno de los países latinoamericanos en los cuales la democracia, a decir del informe Latino barómetro, tiene el menor respaldo de la ciudadanía.
Si bien la gobernabilidad democrática pasa por el desarrollo de elecciones limpias, equitativas y transparentes, no puede terminar en el cierre de las casillas el día de la elección; su construcción es continua y sus equilibrios y contrapesos son siempre frágiles. Por ello, todos los días, la tarea de quien gobierna debería dirigirse a la reconciliación del país; y a robustecer las adhesiones a un proyecto incluyente y de justicia social para todas y todos.
Por ello es urgente poner al centro del debate nacional cómo vamos a hacer para que los millones de personas que cayeron en la pobreza, recuperen el nivel de vida previo a la pandemia; y que quienes ya padecían esta condición, tengan las oportunidades para incorporarse a empleos dignos: remuneradores en salario y protectores en lo relativo a la seguridad social.
Y es que, de confirmarse las cifras mencionadas, estaríamos ante un escenario en el que 53% de la población nacional se encontraría en pobreza; una cifra sólo superada en magnitud, desde que hay mediciones relativamente confiables, a la que se generó en la crisis de 1995.
Que más de la mitad de la población se encuentre en las penosas condiciones que impone la pobreza, debe llevarnos a hacer un alto en el camino y reconocer que lo hecho hasta ahora es no sólo insuficiente, sino, ante todo, ineficaz. Que de poco servirá garantizar mínimos de subsistencia y regresar a la “normalidad prepandémica”, para que, de presentarse otra crisis, nuevamente millones pierdan lo poco que poseen.
Lo que urge hoy es replantear nuestros acuerdo más elementales como sociedad, y desde una visión clara de economía política, construir un nuevo curso de desarrollo que atempere las groseras desigualdades que hoy nos siguen confrontando y dividiendo, y erradicar las ominosas condiciones que oprimen y mantienen en el límite a millones de familias.
No hay más tiempo para confrontaciones estériles; es la hora de los consensos; pero eso requiere de política de alto nivel, y de la disposición de las y los principales actores políticos del país para generar nuevos acuerdos distributivos, nuevos mecanismos de crecimiento sostenibles y nuevos instrumentos de protección social.
Investigador del PUED-UNAM
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