No puede negarse que la diabetes y otros padecimientos altamente mortíferos tienen una asociación directa con la pobreza y la desigualdad. Más aún, si se asume que la pobreza es mucho más que carencia de ingresos o de acceso a servicios como la seguridad social, la salud, alimentación, o cualquiera de las dimensiones que mide el Coneval.
Es necesario sostener pues, que hay otra pobreza, mucho más profunda, que tiene anclajes culturales y -pensando en Samuel Ramos-, hasta espirituales; y tiene que ver con el avasallante modelo de desarrollo bajo el que vivimos, y que ha convertido a la mayoría en víctima de una precariedad permanentemente humillante.
Esta pobreza se caracteriza por el vaciamiento cultural de nuestra sociedad; noción que debe entenderse como el agotamiento de una actitud de potencia vital de alegría y esperanza en una vida presente y futura promisoria; dando como resultado una sociedad sin mayor propósito que la supervivencia, y en el mejor de los casos, el mejoramiento de sus condiciones materiales de vida.
Valdría la pena tener información, con base en preguntas abiertas, de “hacia dónde cree la población que vamos como país”. No sorprendería que la respuesta mayoritaria fuese: “Hacia ninguna parte”; lo cual no sería sino reflejo de la marcada ausencia de liderazgos auténticos; es decir, personas, grupos e instituciones capaces de convocar a la acción y la movilización más allá de los mezquinos intereses electorales.
¿Qué tiene que ver esto con los males físicos de las personas? Absolutamente todo. Porque las principales causas de mortalidad en el país son precisamente un síntoma del estado de cosas en que vivimos; y son signo también del modelo cultural con base en el cual actuamos.
Nos dice la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (2012), que el 70% de la población nacional vive con sobrepeso u obesidad. Una condición que de suyo debería ser socialmente intolerable, porque este solo dato permite hablar de un Estado en retirada de su responsabilidad de garantizar los derechos humanos; en este caso al menos cuatro de gran relevancia: derecho a la alimentación; derecho a la seguridad alimentaria; derecho a la salud y; derecho de acceso al agua potable.
Vivimos en una cultura que ha hecho de la glotonería una virtud; y de la ley del mínimo esfuerzo la regla de oro de actuación para inmensas mayorías. Esto en medio de un conjunto de condiciones estructurales que impiden que las personas, aun cuando quisieran, no podrían asumir otros valores y acciones consecuentes con ellos.
Por ejemplo, la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU) muestra que más de la mitad de la población ha dejado de caminar alrededor de sus viviendas por la inseguridad; otro porcentaje similar ya no deja salir a sus hijos a la calle. Y si el promedio de las viviendas de interés social es de 55 metros cuadrados, la pregunta es: ¿Cómo quieren las instituciones de salud que la gente se “cheque, mida y mueva”, si su espacio vital le alcanza apenas para mal vivir?
Hay decenas de miles de muertes anuales por enfermedades alcohólicas del hígado; miles de muertes por eventos de tránsito; miles de muertes por homicidios; decenas de miles de fallecimientos por isquemias del corazón y enfermedades hipertensivas; miles de muertes infantiles evitables; cientos de muertes maternas; decenas de miles de muertes por tipos de cáncer prevenibles y curables, y suma y sigue…
Que no nos digan que la mortalidad en el país es un mero asunto de “salud pública”, desde el punto de vista estrictamente clínico. Asumirlo así implicaría confundir las causas con los efectos.
Puede sostenerse que, cuando menos, una de cada tres defunciones acontecidas en el país son evitables; por ello, para quienes gustan hablar de un “Estado fallido”, éste puede ser uno de sus argumentos centrales. Porque en efecto, estamos ante un Estado que no es capaz de evitar la muerte prematura o violenta de sus ciudadanos.
@saularellano
Artículo publicado originalemte en “la La Crónica de Hoy” el 14 de abirl del 2016