En la primera parte de este texto, publicada hace una semana, afirmaba que había al menos cinco argumentos sobre la imposibilidad o alta improbabilidad del fraude en México, concibiendo a éste como un esfuerzo coordinado, sistemático y extendido por burlar e incidir ilegalmente en las elecciones y sus resultados. Tres de esas razones, como lo explicaba hace una semana son: la diversidad y dispersión de los sitios de decisión y organización electoral, la centralización de procesos e instrumentos clave, y la vigilancia y controles constantes en diferentes niveles y etapas. Ahora explico las otras dos razones.
Sigue al autor, Roberto Castellanos, en Twitter: @robcastellanos
En México, contamos con desarrollos tecnológicos aplicados a las elecciones que hacen imposible que ocurran algunos tipos de fraude que hace décadas habría sido sencillo llevar a cabo. Por ejemplo, las boletas electorales (que en algunos países pueden ser simples fotocopias) son infalsificables, por el papel en que se imprimen, fabricado exclusivamente para este fin, y la impresión que se hace de la boleta, con tintas y candados únicos. La tinta indeleble, la que se pone al votar, es una fórmula elaborada por el Instituto Politécnico Nacional solo para el INE, que contribuye a garantizar, además de otros mecanismos, que una persona vote solo una vez.
Lee la primera parte de este articulo en: Sobre la imposibilidad del fraude electoral
Hay otra amplia variedad de sistemas informáticos, diseñados desde el INE, pero auditados y revisados de forma externa, que ofrecen resultados preliminares de la elección (PREP), facilitan el voto a distancia (voto electrónico), ayudan a fiscalizar los recursos de los partidos y apoyan la administración de los tiempos de radio y televisión destinados a la propaganda de partidos y candidaturas. La infraestructura tecnológica de las elecciones dificulta enormemente cualquier intento de práctica fraudulenta.
La burocracia suele parecernos sinónimo de lentitud, corrupción e ineficiencia, pero en su concepción original (Max Weber), la burocracia es la forma más acabada de desempeño técnico que puede alcanzar una organización porque integra conocimiento especializado, experiencia colectiva y profesionalización, que en conjunto le dotan a la burocracia de regularidad, certeza, continuidad y unidad en su actuar. Así opera la organización de los procesos electorales federales a cargo del INE.
El marco normativo electoral en México es francamente barroco, y bien le caería una mayor simplificación (producto de la larga sombra de la desconfianza entre los actores políticos), pero su complejidad y amplitud también indican que prácticamente no hay decisión y actuación que no esté soportada en un fundamento jurídico, que detalla la ruta que se debe tomar en la organización de una elección y sus alcances. El INE está normado por cientos de leyes, lineamientos, reglamentos, manuales, protocolos, criterios, y todo tipo de instrumento normativo (se pueden consultar aquí). Y todas se cumplen, como debe ocurrir con un órgano de Estado.
En cada elección, además, el INE aprueba instrumentos normativos que especifican las responsabilidades y acciones que se han de tomar para la organización de la elección. Los ejemplos son muchos, pero señalo solo tres: el Plan Integral y Calendario del Proceso Electoral Federal 2020-21, la Estrategia de Capacitación y Asistencia Electoral (de los que se hacen reportes de avance periódicos) y los protocolos que se han diseñado para continuar con la organización de la elección en el contexto de la pandemia, reduciendo los riesgos de contagio de quienes participan en ella (11 protocolos en total). Un funcionamiento organizacional de este tipo hace que el fraude sea altamente improbable.
Visto como herramienta discursiva, la idea central que el concepto de fraude busca transmitir es la injusticia y el abuso, quizá más incluso que la idea de ilegalidad. De ahí que, en una sociedad como la mexicana, maltratada durante tantos años por la injusticia y el abuso, la sola idea del fraude luce no solo posible, sino que se da por hecho. En ese terreno, el de la injusticia y el abuso, la experiencia social nos ha dejado con la triste percepción de que, si algo es posible, seguro sucede; resultado al que abona la impunidad.
El valor añadido del fraude como herramienta discursiva es que, al proyectar la existencia de una injusticia y un abuso, detona resortes emocionales. Genera indignación y rechazo hacia quienes presuntamente la practican. Hacer uso del fraude como herramienta discursiva tiene por tanto una alta rentabilidad político-electoral: mueve a la acción (idealmente contra el fraude, pero sobre todo en contra de quienes son sus supuestos perpetradores), convoca a la indignación y el rechazo generalizados, y enaltece moralmente a quien la denuncia (por oposición a quien la practica). En última instancia, genera condiciones propicias para rechazar como fraudulento cualquier resultado que sea diferente al esperado, y por lo tanto obligado.
Muchas cosas hay que mejorar aún en nuestro sistema electoral. Quizá no es aún el mejor que podemos construir, el que mejor pueda responder a las exigencias de toda la ciudadanía, y que no solo responda al “balance de desconfianzas” entre los partidos. Pero las reglas e instituciones que tenemos han permitido una de las épocas de alternancia electoral más altas en nuestra historia, superiores al 60% en promedio, lo que sugiere que el voto en efecto se cuenta y cuenta para elegir representantes, y que se usa como instrumento de exigencia y rendición de cuentas.
En México, aunque parezca improbable, luego de 30 años de trabajo colectivo, de varias generaciones, de muchos ciudadanos y ciudadanas, hemos logrado que el fraude sea cada vez más difícil, casi imposible, tal como lo conocíamos hace apenas unas décadas. Partamos de ello para cualquier cambio, antes de querer hacer refundaciones.
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